Martha Gómez Ferrals
A fines del mismo
enero triunfante de 1959 el líder de la Revolución, Fidel Castro, convocó a
profesionales como maestros, médicos, ingenieros y abogados, a marchar a los
campos cubanos a impartir sus conocimientos y ayudar con sus profesiones, lo
que dio lugar a la creación del
Departamento de Asistencia Técnica Material y Cultural al Campesinado
(DATMCC), devenido después en el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA).
Era el comienzo de
una obra más abarcadora y raigal que vendría posteriormente, la cual en
términos de educación pretendía cambiar de forma radical la situación imperante
en el país.
En el mismo 59 se
estableció la Reforma Integral de la Enseñanza, en aras de no dejar en letra
muerta el Programa del Moncada, expuesto por Fidel en su histórico alegato de
defensa La Historia me Absolverá. Pero la obra de la Revolución también incluyó
proyectos económicos, sanitarios y culturales vastos, en beneficio del pueblo.
Así, desde ese año
fueron apareciendo nuevas escuelas en los campos cubanos, pero ya en 1960 se
apreciaba que el esfuerzo realizado todavía no cubría todas las necesidades,
sobre todo en los parajes más intrincados de la geografía, la tierra de los
olvidados.
Se tenía una
herencia terrible. En una población de más de seis millones de personas, había un millón de analfabetos, incluidos adultos de los
sectores menos favorecidos. En la enseñanza primaria había unos 600 mil niñas y
niños sin escuelas y unos 10 mil maestros no encontraban empleo. Las enseñanzas
media y universitaria eran exclusivas de pueblos y ciudades importantes.
Fue trascendental
entonces que el 22 de abril de 1960
Fidel llamó a la juventud a cubrir las plazas de maestros rurales, en un
discurso pronunciado por la televisión. El dirigente pidió el paso al frente a
unos mil jóvenes.
La respuesta fue
increíble, pues en muy pocos días, para el tres de mayo siguiente, ya se
encontraba dispuesto el primer contingente de unos mil 400 que se prepararían
como Maestros Voluntarios en un centro de preparación, creado en un antiguo
campamento rebelde en Minas del Frío, Sierra Maestra.
El viaje de los
más de mil futuros pedagogos, de 16 y 17 años de edad como promedio, se inició en La Habana, en la Estación
Central de Ferrocarril.
Eran muchachas y
muchachos de ciudad, algunos estudiantes con la primera etapa de la enseñanza
media vencida, graduados de escuelas normalistas o de comercio. Su entusiasmo y
sus deseos de aportar a un empeño tan noble los hacía confiar en el futuro y no
temer a lo desconocido, pues en su mayoría eran chicos de pueblos y ciudades
que no conocían ni la vida ni los relieves agrestes de las montañas adonde
llevarían en lo fundamental el pan de la enseñanza.
En varios ciclos
de preparación sumaron más de cuatro mil los Maestros Voluntarios formados en
la más importante cadena montañosa. Entre los primeros jóvenes que allí se
graduaron estaba Conrado Benítez, maestro asesinado el cinco de enero de 1961
en la Sierra del Escambray, cuando ya ejercía allí en una humilde escuelita
levantada por sus propias manos, después de tres meses de estudios en Minas del
Frío.
Pocos días después
del vil asesinato de Conrado, su nombre fue tomado como bandera por la Campaña
Nacional de Alfabetización que acontecería en ese año en todo el país, con la
participación de 100 mil jóvenes, que abatió de una vez y para siempre el
núcleo duro del analfabetismo que se había resistido a los primeros intentos.
Entre los Maestros
Voluntarios hubo dos lamentables muertes más: la de Alfredo Gómez, arrastrado
por la crecida de un río cuando brindaba ayuda para su cruce a unas compañeras.
El campamento donde radicaba en la zona de Los Cocos, cerca de Minas, llevó su
nombre. El otro
fallecimiento, el de Carlos Dickinson, ocurrió debido a una
grave obstrucción intestinal que no le permitió llegar con vida al hospital, a
pesar de su traslado urgente.
Por las jornadas en
que empezaron a trabajar los primeros Maestros Voluntarios en los lugares más
recónditos y pobres de las serranías cubanas, a partir del 29 de julio de
1960, se aprobó un presupuesto mucho mayor para el sector
educacional que permitiría fundar 10 mil nuevas aulas en los campos y lugares
remotos de Cuba en el mes de diciembre.
Los Maestros
Voluntarios cobrarían 100 pesos mensuales, después de los primeros tres meses
de trabajo en los que no recibirían emolumento alguno. Grandes valores y
convicciones los animaban para desempeñar el difícil cometido. No era tarea
para flojos.
Además de las
instrucciones y conocimientos básicos recibidos de forma urgente, en los
centros de preparación, diseminados por varios campamentos cercanos al central
de Minas del Frío, en la propia Sierra Maestra, se les entrenaba físicamente
para la vida en las montañas. Entre los requisitos estaba subir por dos
ocasiones el Pico Turquino, la elevación más alta del país, con mil 974 metros
de altura.
Corre el 2018 y la
Revolución está por cumplir 60 años. La obra desarrollada en el ámbito
educacional ha sido colosal y los frutos, cuantiosos, aunque se esté inconforme,
se trabaje por una mayor calidad y una
actualización constante. Aspiraciones legítimas de esta hora, en una realidad
distinta, pero solo posible gracias al aporte de esos pioneros.
Y cuando el paso
del tiempo ha hecho lejanos aquellos días, los sobrevivientes de esa gran
batalla por la dignificación del hombre no pueden olvidar lo vivido en el
cumplimiento del deber.
Estén donde estén,
ya sea en la misma profesión de la enseñanza, a la que se consagraron, o en
otros oficios o ya jubilados, cada uno tiene una historia que lo marcó y recuerda con añoranza y felicidad.
Un privilegio y un honor que no todo el mundo tiene.