viernes, 13 de febrero de 2015

Mariana Grajales: La mambisa irreductible



Aída Quintero Dip
   Su grandeza no se circunscribe únicamente a que gestara y pariera una legión de héroes; hizo más: educó a sus hijos para que fueran hombres y mujeres de bien, y forjó  artífices en la lucha por la independencia de la nación del colonialismo español.
  Ejemplo excepcional de conducta humana desde el hogar  en un medio y circunstancias muy hostiles, lo que ensancha su mérito; ha devenido símbolo de la mujer cubana.
  Santiago de Cuba la vio nacer el 12 de julio de 1815, la vio crecer con una educación ética en el seno de la familia, que transmitió a  su prole, y también la vio elevarse en estoicismo, cuando con amor de madre y orgullo de patriota, entregó sus hijos a la causa redentora.
  En las páginas que regaló a la epopeya resalta ese grito heroico de “fuera, fuera de aquí no aguanto lágrimas”, recreado por Navarro Luna en su poema, expresando toda la fuerza del mensaje que legó a la posteridad.
  No solo la antológica frase retrata de cuerpo entero a esta mujer, inmortalizada por la forja de valientes y fieles soldados como nacidos para la libertad, entre ellos hombres de la talla de Antonio y José Maceo, que le ganó el título de Madre de la Patria.
  Tierna y bondadosa con sus hijos, pero también severa en la disciplina, supo ingeniársela para fraguar una familia sustentada en sólidos valores, unida ante el dolor y ante la felicidad.
  Curó heridos en los hospitales de campaña y arengó a los convalecientes estimulándolos a que, una vez repuestos, regresaran con más brío al campo de batalla, así se coloca en los sitiales más altos por su lección de nobleza y decoro.
  Rebosante de alegría hizo jurar a sus hijos de rodillas libertar a la Patria o morir por ella, aunque era innegable que su corazón de madre palpitase ante la posibilidad de la muerte, por heroica que fuera, de algunos de sus descendientes.
  Es menester recordarla por sus virtudes que son fuente de inspiración constante,  y especialmente por la capacidad para anteponer a sus sentimientos, los intereses de la nación, los anhelos de independencia de la tierra esclava.
  Huellas dejó su vida en ese cuarto de siglo en combate sin descanso por la soberanía de Cuba desde la pequeña hacienda de Majaguabo, en San Luis, el peregrinar de 10 años por la manigua redentora hasta el obligado exilio en Jamaica.
   Existencia azarosa, pero edificante, con una influencia decisiva en la época que le tocó nacer y vivir: siglo XIX cuando ocurre el despertar de la conciencia  patriótica y revolucionaria en América.
  Una persona de la exquisita sensibilidad de José Martí la admiraba sobremanera y la calificó “como una de las mujeres que más han movido mi corazón”.
 Conservó la dulzura propia de su fecunda maternidad, aun en el exilio, y en su casa en la calle Iglesia No. 34, en Kingston, halló consuelo todo cubano patriota, pues no estaban allí como fracasados sino llenos de fe en la victoria futura.
  En tierra extraña encontró la muerte el 27 de noviembre de 1893 a los 85 años, y a la tumba la siguieron muchos compatriotas, quienes la recordarían  con sus ojos  de madre amorosa y pañuelo en la cabeza, como si fuera una corona.
  Cuando Martí conoció de su fallecimiento se encontraba en Cayo Hueso, y el 12 de diciembre de ese año escribió en el periódico Patria, entre otras palabras de respeto y congoja, “si me hubiera olvidado de mi deber de hombre, habría vuelto con el ejemplo de aquella mujer”.
  Su hijo Antonio inscribe el deceso de la madre, igual que el del padre y el Pacto del Zanjón como los tres sucesos en que “en mi agitada vida de revolucionario cubano, he sufrido las más fuertes y tempestuosas emociones de dolor…”
  A bordo del guardacostas  Baire, son trasladados a Cuba sus restos a los casi 30 años de la muerte en la isla jamaicana, para sembrarlos cual semilla en la tarde del 24 de abril de 1923, en el cementerio Santa Ifigenia, de Santiago de Cuba, Monumento Nacional, escoltados por veteranos de la guerra de independencia.
   Es Mariana Grajales, la madre de los Maceo y de la Patria,  “fuego inextinguible” y “raíz del alma”, como la reconocía José Martí; es la mambisa irreductible.

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