Aída Quintero Dip
Su grandeza no
se circunscribe únicamente a que gestara y pariera una legión de héroes; hizo
más: educó a sus hijos para que fueran hombres y mujeres de bien, y forjó artífices en la lucha por la independencia de
la nación del colonialismo español.
Ejemplo
excepcional de conducta humana desde el hogar
en un medio y circunstancias muy hostiles, lo que ensancha su mérito; ha
devenido símbolo de la mujer cubana.
Santiago de Cuba
la vio nacer el 12 de julio de 1815, la vio crecer con una educación ética en
el seno de la familia, que transmitió a
su prole, y también la vio elevarse en estoicismo, cuando con amor de
madre y orgullo de patriota, entregó sus hijos a la causa redentora.
En las páginas
que regaló a la epopeya resalta ese grito heroico de “fuera, fuera de aquí no
aguanto lágrimas”, recreado por Navarro Luna en su poema, expresando toda la
fuerza del mensaje que legó a la posteridad.
No solo la
antológica frase retrata de cuerpo entero a esta mujer, inmortalizada por la
forja de valientes y fieles soldados como nacidos para la libertad, entre ellos
hombres de la talla de Antonio y José Maceo, que le ganó el título de Madre de
la Patria.
Tierna y bondadosa con sus hijos, pero también
severa en la disciplina, supo ingeniársela para fraguar una familia sustentada
en sólidos valores, unida ante el dolor y ante la felicidad.
Curó heridos en
los hospitales de campaña y arengó a los convalecientes estimulándolos a que,
una vez repuestos, regresaran con más brío al campo de batalla, así se coloca
en los sitiales más altos por su lección de nobleza y decoro.
Rebosante de
alegría hizo jurar a sus hijos de rodillas libertar a la Patria o morir por
ella, aunque era innegable que su corazón de madre palpitase ante la
posibilidad de la muerte, por heroica que fuera, de algunos de sus
descendientes.
Es menester
recordarla por sus virtudes que son fuente de inspiración constante, y especialmente por la capacidad para
anteponer a sus sentimientos, los intereses de la nación, los anhelos de
independencia de la tierra esclava.
Huellas dejó su
vida en ese cuarto de siglo en combate sin descanso por la soberanía de Cuba
desde la pequeña hacienda de Majaguabo, en San Luis, el peregrinar de 10 años
por la manigua redentora hasta el obligado exilio en Jamaica.
Existencia azarosa, pero edificante, con una
influencia decisiva en la época que le tocó nacer y vivir: siglo XIX cuando
ocurre el despertar de la conciencia
patriótica y revolucionaria en América.
Una persona de la
exquisita sensibilidad de José Martí la admiraba sobremanera y la calificó
“como una de las mujeres que más han movido mi corazón”.
Conservó la
dulzura propia de su fecunda maternidad, aun en el exilio, y en su casa en la
calle Iglesia No. 34, en Kingston, halló consuelo todo cubano patriota, pues no
estaban allí como fracasados sino llenos de fe en la victoria futura.
En tierra extraña
encontró la muerte el 27 de noviembre de 1893 a los 85 años, y a la tumba la
siguieron muchos compatriotas, quienes la recordarían con sus ojos
de madre amorosa y pañuelo en la cabeza, como si fuera una corona.
Cuando Martí
conoció de su fallecimiento se encontraba en Cayo Hueso, y el 12 de diciembre
de ese año escribió en el periódico Patria, entre otras palabras de respeto y
congoja, “si me hubiera olvidado de mi deber de hombre, habría vuelto con el
ejemplo de aquella mujer”.
Su hijo Antonio
inscribe el deceso de la madre, igual que el del padre y el Pacto del Zanjón
como los tres sucesos en que “en mi agitada vida de revolucionario cubano, he
sufrido las más fuertes y tempestuosas emociones de dolor…”
A bordo del
guardacostas Baire, son trasladados a
Cuba sus restos a los casi 30 años de la muerte en la isla jamaicana, para
sembrarlos cual semilla en la tarde del 24 de abril de 1923, en el cementerio
Santa Ifigenia, de Santiago de Cuba, Monumento Nacional, escoltados por veteranos de la guerra de
independencia.
Es Mariana Grajales, la madre de los Maceo y
de la Patria, “fuego inextinguible” y
“raíz del alma”, como la reconocía José Martí; es la mambisa irreductible.
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