miércoles, 18 de febrero de 2015

La Cabaña, una fortaleza que guarda libros




Yeneily García García
  Quizá una de las anécdotas más famosas que se cuenten todavía de la Fortaleza San Carlos de La Cabaña es una que involucra a Carlos III, Rey de España, con un catalejo y una queja en los labios.
  Se dice que el famoso soberano -inmortalizado en La Habana con una populosa avenida-   se asomó a su balcón en actitud de escudriñar el horizonte, preguntándose por qué no se veía desde Madrid la Fortaleza, si en nombre de su construcción se había vaciado varias arcas reales.
   Quizá Carlos III nunca imaginó que tanto derroche y tanta previsión para evitar que la rica llave del golfo cayera en manos enemigas sería inútil, y su mayor bastión fortificado en América sería conocido, siglos después, por resguardar otro bien preciado: la palabra escrita.
   Desde su construcción en 1774 por Silvestre de Abarca, tras el desastre del Morro y la Toma de La Habana por los ingleses, La Cabaña se destacó por el privilegio de ser la más moderna y la mayor de sus hermanas mayores en territorio colonial español. Más tarde, cuando perdió su utilidad original, sirvió para retener a los rebeldes, castigar a los atrevidos y terminar con la vida de los más peligrosos.
    Hasta ella llegó el Che en 1959, cuando enero saludó a la Revolución naciente y las baterías, por las que una vez caminaron soldados con libreas y pelucas, se llenaron con hirsutos hombres de verde, que voltearon hacia ellos la mirada del mundo.
   Luego, el cierre, la restauración y el maquillaje, para que los 200 años no se le noten a esta dama,  altiva y a la misma vez tan cercana.
   Desde hace ya más de una década, La Cabaña, como se la llama por esa costumbre del cubano de simplificarlo todo; sirve de refugio y sede principal al suceso cultural más multitudinario y esperado del año: la Feria del Libro, que todos los febreros transforma la entrada de la Bahía de La Habana en un hervidero de lectores y paseantes, que buscan en esta fiesta un espacio para descansar, estar en familia y de paso aligerar el bolsillo, esto último sin mucho entusiasmo, se entiende.
   Despojada ya de su macabro propósito, la antigua cárcel y lugar de fusilamientos se limpia de a poquito el karma, cuando año tras año recibe a grandes y pequeños, que recorren, casi hombro con hombro, las añejas naves abovedadas, los adoquines de las plazas, y hasta pacíficamente trotan imaginariamente  -como si el frío hierro se transmutara en lomo de corcel - en los magníficos cañones que impasibles observan cómo han cambiado los tiempos en la Fortaleza.
   Sería bueno saber qué pensarían si no fueran negras masas de metal. Quizá se rían de antiguos almidonamientos, o comenten ya de noche  -cuando su vecino, el del fogonazo diario; se queje del maltrato al que lo someten sin descanso- que esto sí es una fiesta, que así se está mejor, que ojalá no durara sólo 10 días, que quizá si dormimos hasta el próximo febrero el tiempo pase más rápido y que la niña que se sentó hoy en la base del de la izquierda se parecía a aquella que le atendía la mano en cabestrillo a aquel comandante de mirada penetrante y boina negra.
   Lo cierto es que parte de la magia de la Feria radica en que precisamente La Cabaña es ya su hogar natural, una sede de la que ojalá nunca se separe.

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