jueves, 5 de febrero de 2015

Celina




Lilith Alfonso
  Viendo una foto en el muro del musicólogo Oni Acosta, me sorprendí de que estuviera viva. Acostumbrados a que los famosos lo sean hasta el final, me acurrucó el día ver a la reina de la música campesina, a la Celina González que durante años señoreó el punto cubano, recostada en un sillón, con un rostro que no era de sonrisa ni de lágrima, sino de espera más allá del lente de la cámara que, quién sabe, es posible que la retratara por última vez.

  Hoy, después de una larga enfermedad, murió Celina González, el cuerpo que nos dejó la enfermedad de aquella criolla de voz estridente e imagen fuerte que tronaba sin llegar al fabricado grito que abrazaron como muestra de originalidad más de uno de sus contemporáneos. Celina era la mujer fuerte que está en nuestras casas, que se mueve al ritmo de la vecindad, que se persigna con la misma naturalidad con que acaricia a sus hijos, esa cubana que es una trenza de dulzura y acero, de ímpetu y beso.

  Celina, para muchos, era la imagen más límpida de Cuba. Más allá de las florituras de Juana Bacallao y las alhajas que ni falta le hacían al portentoso timbre de Celia Cruz. Celina era la belleza y la hidalguía, señorío y mesura. Se sentía reina y lo era. La reina de todos. La única, después de aquella que llevaba un lunar coronándole la frente. Vivía su arte y su realeza. La manga florida, la falda siguiéndola en cortejo, la barbilla, la flor en el costado, la manta, que tanto me la emparentó con la reina española, la gran Lola Flores.

  Hija de reyes era. Hija de Yemayá, la dueña de los mares, y emparentada para siempre con la diosa de rojo, con la copa y la espada. En sus palabras, más de una vez, contó que una noche de 1948, se le apareció la imagen de Santa Bárbara, sincretizada con la deidad africana Shangó, el mujeriego dueño del fuego, del trueno, del rayo y el tambor, que le prometió un triunfo artístico total si ella le dedicaba un canto de alabanza. Así, decía, surgió su canto a Santa Bárbara, Que viva Shangó.

  Recuerdo que la primera vez que la escuché, o por lo menos la primera que guardo en mi memoria, cantaba su Santa Bárbara bendita, virgen venerada y pura…” y se me erizó la piel como todas las veces que le siguieron, incluso mucho después de que su paso apurado dejara de sonar en los estudios y los escenarios.

  No sé si cuando aquello todavía en Cuba se mal miraba la religión, lo que sí sé es que, en su voz, aquel estribillo que repetía !Que viva Shangó! sonaba a grito, a liberación, a sabrosa herejía, y nos hacía elevarnos, y sentirnos cubanos, y guajiros, y creyentes, salidos de negro, de indio, mezclados como ningún otro canto lo lograría, ni antes ni después.

  Hoy llora Cuba.

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