María Elena Balán Sainz
Cierto día, entre
colegas departimos acerca de esa capacidad de compartir que siempre caracterizó
al cubano, desde la taza de café a la cual le invitaba el vecino, o el poquito
de sal cedido por la pareja de al lado de su casa para terminar la comida.
Los abuelos y los
padres antes enseñaban a los hijos en el cotidiano quehacer esa capacidad de
dar y entender a los demás, de brindar con sinceridad a quien lo necesitara el
vaso de agua fría si se le rompía el vehículo frente a la casa y hasta iban a
auxiliarlo, sin que mediara interés en recompensa monetaria.
¿Quién no agradeció
en la beca o en la etapa de la escuela al campo el potecito con comida, el
trozo de dulce de guayaba con pan ofrecido por los padres de los compañeros?
Porque aunque ese día la familia nuestra no estuviera presente, nunca faltaba
la ayudaba generosa que tanto agradecíamos.
En los pueblitos
del interior, sobre todo, había que arrimarse a la mesa de quien convidaba,
aunque fuera arroz blanco con huevo frito o una harina de maíz. La ofrecían con
tanto afecto que aquello sabía a manjar de dioses griegos.
Y así fue siempre,
desde que los abuelos nos inculcaban ayudar al más desposeído y seleccionaban
la ropita ya chiquita para nuestro cuerpecito y la cedían a los niños de otras
amistades.
No debemos dejar
morir esa capacidad del corazón humano que nos despierta la necesidad de ayudar
a los demás, de entregar parte de nuestro tiempo a causas nobles, de
desprendernos de algunas cosas en beneficio de otros.
Porque es cierto,
los tiempos que corren no son como aquellos cuando Carlos Puebla escribió la
canción cuyo estribillo repetía “Si no fuera por Emiliana/nos quedaríamos con
las ganas/ de tomar café”.
El músico se
inspiró en una humilde mujer de Isla de Pinos, donde estaba con su grupo
acompañante y extrañaba el aroma mañanero de la tacita de café hogareña. Gracias a aquella señora recibían cada día la
invitación a compartir el buchito calientito de la gustosa bebida.
No puede decirse
que sea algo generalizado, pero a muchos niños se les cría diciéndoles: No
prestes esto, no des aquello, porque nos costó muy caro. O van a la escuela con
meriendas suculentas y las ostentan
frente a los compañeritos, sin siquiera decir por educación ¿Gusta? antes de
darle el primer mordisco.
Recuerdo aquel
refresco de sirope de fresa que colocábamos en un pomito y el pan con “algo”
para la merienda y nuestro hijo salía tranquilo para la escuela. Pero ahora,
muchas madres compiten en eso de ponerle en la lunchera el refresco de latica y
el sándwich con “de todo” y hasta algunas acuden a la hora del receso para
fiscalizar si le da algo al amiguito.
¿Se sentirán más
felices esas familias que exaltan como valores supremos la comodidad, el éxito
personal y la riqueza material?
Para esos
individuos se ha ido de paseo la
generosidad, al parecer. No interiorizan que hoy por ti y mañana por mí, como
dice un dicho popular, porque quien menos crea puede ser el que le extienda la mano
y le preste auxilio en una situación determinada, sin fijarse en imagen, rango
social o relevancia personal.
La generosidad
constituye como especie de una llave que abre la puerta de la amistad, una semilla de la cual germina el amor, y
puede ser la luz que nos saque del oscurantismo materialista dentro del cual
muchos se involucran en lugar de buscar la mejor convivencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario