martes, 7 de mayo de 2019

Palabra eterna




Hace ya 13 años, en el quirófano, sentí que moría.
Resultaba una operación muy simple, pero por esas fragilidades y cobardías que atacan en momentos de peligro… me presentí el final.
En ese instante mi “último” pensamiento fue, espontáneamente, para la mujer que angustiada y con taquicardias, permanecía en el salón de espera. Era mi madre.
Acaso entonces, en el aparente trance postrero -rodeado de brumas que ahora no se pueden dibujar-, comprendí por primera vez que esa diosa terrenal nos acompaña toda la vida. Desde el primer respiro... hasta último.
Acaso entonces descubrí cuánto vale repetir la verdad tautológica: una madre es eterna. Es el lucero silencioso y ubicuo que todos miramos en la hora embarazosa o confusa, en el tiempo afortunado o feliz. Siempre anda dentro de nosotros... aunque ya no esté.
Lástima que tomemos verdadera conciencia de su mérito incomparable después de haber peregrinado bastante por el mundo. Lástima que hagamos juicio de sus hazañas cuando nuestras anatomías ya han alcanzando el esplendor.
Muchas mujeres solo descifran la grandeza de sus madres cuando ellas mismas experimentan los suplicios y alegrías previos y posteriores -sobre todo posteriores- al alumbramiento.
Y muchos no reparamos en la virtud de esas estrellas hasta que, en la plena madurez, nos lanzan el reto de definir a una madre. Y nos quedamos con el epíteto opacado y gris.
Antes, en la niñez, no valoramos el refugio de aquella que llamamos en la madrugada porque nos asaltó el miedo fantasmal en la penumbra o una imperiosa necesidad biológica. Antes, en la adolescencia, no ponderamos en realidad el sacrificio de aquella que, privándose de casi todo, acudió sin afeites un domingo a una beca lejana para curar nuestro apetito aun al precio de preparar el guiso entre el humo y el tizne.
Todo hijo recto debe vivir arrepentido de haberle causado lágrimas o dolores. Debe sentir que su mejilla arde cuando está mojada la de ella. Todo hijo justo ha de mirarse en sus ojos para salvarse del yerro, del glacial y del meandro.
Este domingo, latiéndome la mano por la dedicatoria en una tarjeta que siempre me parece vaporosa, viene a esta tinta José Martí, el más universal de los retoños de Cuba, quien sentenció que “los brazos de las madres son cestos floridos”. Y entiendo mejor por qué se dolía tanto de las penas que le causó a Leonor.
A ella escribió la primera carta, a los nueve años. A ella envió la foto conmovedora desde la prematura prisión en la cual le pedía al dorso: “…por tu amor no llores/ Si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ Tu mártir corazón llené de espinas…”. A ella dedicó una de las últimas epístolas en vísperas de su viaje definitivo a esta tierra. “Yo sin cesar pienso en Usted”, decía con el alma en un hilo.
Este domingo, antes de los regalos, besos, postales o flores, esas letras del Maestro aletean pausadas en el amanecer. Palpita una palabra con todos sus significados e interpretaciones. A ella seguiremos viajando... cuando obtengamos la mejor victoria, cuando se nos venga el mundo encima, cuando en el peligro real o inventado presintamos el final.
Esa será la palabra omnipresente de nuestro vocabulario y nuestro pulso, no la primera ni la última. Será como invocar aquello que corre infinito sin menguar. La palabra eterna.

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