AÍDA QUINTERO DIP
La solidaridad es una de las virtudes más hermosas
-y generosas- que a lo largo de los siglos se ha cultivado, para bien de la humanidad y de la perpetuidad de la especie. Cuba acumula una rica tradición en tal
sentido, desde las luchas por la
independencia y soberanía nacionales.
Una de sus
expresiones más impactantes -en la
actualidad- se manifiesta en las misiones médicas que cumplen los profesionales
de la Salud en
diversos países del mundo, donde se les reconoce como el ejército de
batas blancas que esparce salud y vida, con un desinterés desconocido hoy en este planeta nuestro.
La palabra
tiene su propia magia y puede mover el
mundo mediante voluntades, políticas, movimientos. Pero le falta aún mucho más
sentido de pertenencia en numerosos casos y ciertos acentos comunes.
Creemos en
su poder cuando de aunar voluntades y
energía se trata, como en el caso de la
lucha por la liberación de los Cinco compatriotas que permanecen injustamente
en los Estados Unidos, por ser antiterroristas;
misión en la que los cubanos
llevamos 14 años con el respaldo de
muchas personas honestas del planeta.
Ser
solidarios es ser generoso, dadivoso, desprendido; reciprocar actitudes y
acciones que en lo más profundo de cada cual engrandecen el espíritu y
enaltecen el paso por la vida de
cualquier persona. Conozco a muchas que sobresalen por esta cualidad.
Educar a
los niños, niñas, adolescentes y jóvenes
en ese sentimiento es una
responsabilidad y también una necesidad
de la escuela y de la familia, en
aras de lograr una formación más integral
de cada generación, y de preservar los más auténticos valores que
multiplican la especie y hacen perdurable la sociedad.
Anticipado
como siempre a épocas, fenómenos y
prácticas, José Martí había expresado o -mejor dicho- había enseñado: “No desearlo todo para sí,
quitarse algo de sí para que toque igual parte a todos, es valor que parece
heroico”.
Al analizar
ese pensamiento martiano, se observa con claridad meridiana que todavía
la solidaridad tiene muchos resquicios en nuestra cotidianidad, en el
sentido de compartir no solo lo que nos sobra, sino -sobre todo- lo que
tenemos, y hasta lo que nos queda.
Es preciso
educar a la familia, con énfasis en los hijos y nietos, en la urgencia de desterrar acciones egoístas
y ambiciones personales, que a la
postre reducen al mínimo la dimensión
verdadera del ser humano y
lesionan proyectos sociales de mayor envergadura.
La
solidaridad expresa una idea de unidad, cohesión, colaboración, y su
práctica se encuentra muy ligada a un
sentimiento tan universal como el amor.
Hay
actitudes reprochables manifestadas en lugares o servicios públicos hacia
ancianos, embarazadas o sencillamente hacia mujeres, demostrando pobreza de espíritu y también
excesiva descortesía.
No es una
crítica a ultranza para herir susceptibilidades; aspiramos a una mayor sensibilidad y comprensión ante
nuestros propios problemas, para encontrar soluciones que, a veces, están en nuestras manos. De esa manera protegemos
valores sagrados que valen mucho
más que todo el dinero del universo.
La
solidaridad es una virtud contraria al individualismo y al egoísmo, trasciende a todas las fronteras: políticas,
religiosas, territoriales, culturales, y está convocada a impulsar los
verdaderos vientos de cambio que favorezcan el desarrollo de los individuos y
las naciones.
Es
un sentimiento imprescindible en una
sociedad como la construida en Cuba a raíz del triunfo de la Revolución, que es necesario
fomentar no solo hacia fuera, sino hacia adentro, para arraigar
valores y preceptos que hagan culto a una vida más edificante desde la cuna y el hogar.
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