jueves, 27 de septiembre de 2012

“…valor que parece heroico”



AÍDA QUINTERO DIP
La  solidaridad es una de las virtudes más  hermosas  -y generosas- que a lo largo de los siglos se ha cultivado,  para bien de la humanidad  y de la perpetuidad  de la especie. Cuba  acumula una rica tradición en tal sentido,  desde las luchas por la independencia y soberanía nacionales.
Una de sus expresiones más impactantes  -en la actualidad- se manifiesta en las misiones médicas que cumplen los profesionales de la Salud  en  diversos países del mundo, donde se les reconoce como el ejército de batas blancas que esparce salud y vida, con un desinterés desconocido hoy  en este planeta nuestro.
La palabra tiene su propia magia y  puede mover el mundo mediante voluntades, políticas, movimientos. Pero le falta aún mucho más sentido de pertenencia en numerosos casos y ciertos acentos comunes.
Creemos en su poder cuando de aunar  voluntades y energía se trata,  como en el caso de la lucha por la liberación de los Cinco compatriotas que permanecen injustamente en los Estados Unidos, por ser antiterroristas;  misión  en la que los cubanos llevamos 14 años  con el respaldo de muchas personas honestas del planeta.
Ser solidarios es ser generoso, dadivoso, desprendido; reciprocar actitudes y acciones que en lo más profundo de cada cual engrandecen el espíritu y enaltecen  el paso por la vida de cualquier persona. Conozco a muchas que sobresalen por esta cualidad.
Educar a los niños, niñas, adolescentes  y jóvenes en ese sentimiento  es una responsabilidad y también una necesidad  de la escuela y  de la familia, en aras de lograr una formación más integral  de cada generación, y de preservar los más auténticos valores que multiplican la especie y hacen perdurable la sociedad.
Anticipado como siempre a épocas,  fenómenos y prácticas, José Martí había expresado o -mejor dicho-  había enseñado: “No desearlo todo para sí, quitarse algo de sí para que toque igual parte a todos, es valor que parece heroico”.
Al analizar ese pensamiento  martiano,  se observa con claridad meridiana  que todavía  la solidaridad tiene muchos resquicios en nuestra cotidianidad, en el sentido de compartir no solo lo que nos sobra, sino -sobre todo- lo que tenemos, y  hasta lo que nos queda.
Es preciso educar a la familia, con énfasis en los hijos y nietos,  en la urgencia de  desterrar acciones  egoístas  y ambiciones personales,  que a la postre reducen al mínimo la dimensión  verdadera del ser humano  y lesionan proyectos sociales de mayor envergadura. 
La solidaridad expresa una idea de unidad, cohesión, colaboración, y su práctica  se encuentra muy ligada a un sentimiento tan universal como el amor.
Hay actitudes reprochables manifestadas en lugares o servicios públicos hacia ancianos, embarazadas o sencillamente hacia mujeres, demostrando  pobreza de espíritu y  también  excesiva descortesía.
No es una crítica a ultranza para herir susceptibilidades;  aspiramos a una  mayor sensibilidad y comprensión ante nuestros propios problemas, para encontrar soluciones que, a veces,  están en nuestras manos. De esa manera  protegemos  valores sagrados  que valen mucho más que todo el dinero del universo. 
La solidaridad es una virtud contraria al individualismo y al egoísmo,  trasciende a todas las fronteras: políticas, religiosas, territoriales, culturales, y está convocada a impulsar los verdaderos vientos de cambio que favorezcan el desarrollo de los individuos y las naciones.
Es un sentimiento imprescindible  en una sociedad como la construida en Cuba a raíz del triunfo de la Revolución, que es necesario fomentar no solo hacia fuera,  sino  hacia adentro,  para  arraigar  valores y preceptos que hagan culto a una vida más edificante  desde la cuna y el hogar.

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