Aída Quintero Dip
Este 11 de marzo mi madre, Artimia Dip Aranda,
descendiente de árabe pero con una cubanía que le brota por los poros, cumplió
92 años. Es sorprendente su vitalidad
-todavía cocina- y la prodigiosa
memoria que conserva capaz de recordar los hechos más lejanos e increíbles. Es
una mujer que se distingue por su bondad, siempre presta a servir a los demás,
nunca se pone brava, mantiene su alegría y su sonrisa, solo le atormenta tener
enfermos a alguna de sus cuatro hijas, ocho nietos o tres bisnietos.
Cada 11 de marzo nos reunimos y celebramos su
cumpleaños con una fiesta de cariño, y mi primo Félix Oscar que la consiente como
nadie, dice que ella es el horcón de la familia, y espera que integre el club
de los 120 años. No está del todo errado, pues el círculo de abuelo del barrio
al que pertenece la considera muy activa, de las primeras en las actividades que organizan.
Es Artimia, pero muy bien podría llamarse maravilla; parecía frágil, mas desde que mi padre murió,
hace ya 24 años, asumió con una fortaleza que asombra las riendas de una
familia forjada sobre la base del amor y el respeto. Mis hermanas y yo nos
sentimos privilegiadas de tenerla, de mimarla; estamos orgullosas de nuestra
madre, muy querida también entre sus vecinos en la barriada de El Caney en Santiago de Cuba.
Félix, mi padre, fue su único novio, su único esposo,
el gran amor de su vida que solo la muerte pudo separar, aunque no quebrarlo
porque se mantuvo vivo, latente en su corazón. Cuarenta y un años de casados es
un tiempo suficiente como para no olvidar la felicidad y avatares compartidos.
Su salud es envidiable, no sabe de altanería ni de
fastuosidades ni orgullo, es una mujer sencilla, feliz de lo que tiene,
que no sufre por lo que le falta, le basta
el amor y respeto de sus semejantes para sentirse plena. Y esa fue la educación
que fomentó en sus descendientes.
Su gran premio y
satisfacción que no puede ocultar: que sus cuatro hijas sean
profesionales, aunque procedan de una familia muy humilde. Hilda es pedagoga en
Química; Irma, en Cultura Física; Marelis, médica pediatra, y Aída, periodista.
Sus nietos van por similar camino.
Ella tiene dones, pero hay uno muy especial que motiva
curiosidad: cura empachos como por arte de magia, sencillamente pasa sus manos
suavemente por el vientre de la persona en cuestión y pasado unos 10 minutos una buena tisana de
menta, mejorana, o cualquier planta similar y remedio santo, como dicen los
abuelos. Hasta los médicos se la recomiendan a sus pacientes, sobre todo cuando son niños.
Cuenta que mi abuelo, su padre, vino de Siria con
apenas 18 años, llegó hasta Cuba de polizonte en un barco en busca de fortuna y
casi se hace “millonario”, pero de amor cuando al poco tiempo conoció a una
linda guajira santiaguera llamada Juaquina, de la cual se enamoró a “lo árabe”,
formaron un matrimonio de 12 hijos,
forjados en la rectitud y el apego al trabajo.
Mi madre Artimia es de alma noble y corazón de oro,
¿qué mayor premio podría darme la vida?
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