Martín A.
Corona Jerez
Entre los documentos más importantes de la historia de Cuba
ocupa un lugar prominente el manifiesto leído por Carlos Manuel de Céspedes el
10 de octubre de 1868, al iniciar la primera gesta independentista en el país.
Es una muestra temprana y contundente de la cultura general, la experiencia política, los principios humanistas y la valentía personal del grupo de terratenientes, abogados, poetas, literatos, periodistas, artistas y soñadores que se atrevió a empezar la era de las revoluciones en el mayor archipiélago antillano.
Se le cita poco en la historiografía, tal vez porque todavía hay interesados en presentar las guerras independentistas como simples estallidos de ira y sucesiones de rivalidades personales, victorias y derrotas militares, y no como lo que fueron, formidables contribuciones al desarrollo de las ideas.
El “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, dirigido a sus compatriotas y a todas las naciones” no requiere de muchas explicaciones para ser entendido, y por eso en esta reseña predominarán las citas textuales.
Denuncia que España gobierna a Cuba “con un brazo de hierro ensangrentado”, le impide toda libertad política, civil y religiosa; destierra los hijos de la Isla o los ejecuta mediante comisiones militares, y les priva del derecho de reunión.
“Desea España que seamos tan ignorantes que no conozcamos nuestros sagrados derechos, y que si los conocemos no podemos reclamar su observancia en ningún terreno”, agrega.
Tras señalar la desastrosa situación económica de la ínsula, la proclama recuerda que en innumerables ocasiones la Metropoli ha prometido respetar los derechos de los cubanos, pero no cumple su palabra.
“Cuando un pueblo llega al extremo de degradación y miseria en que nosotros nos vemos, nadie puede reprobarle que eche mano a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio”, afirma.
Después aclara: “No nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones, sólo queremos ser libres e iguales, como hizo el Creador a todos los hombres.”
En cuanto a principios políticos, dice: “Creemos que todos los hombres somos iguales, amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias."
También se pronuncia por “la emancipación gradual y bajo indemnización, de la esclavitud”, y por “el libre cambio con las naciones amigas que usen de reciprocidad.”
Plantea que los cubanos desean “la representación nacional para decretar las leyes e impuestos, y, en general, demandamos la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre, constituyéndonos en nación independiente”.
El manifiesto es hermoso en la proyección internacional de la revolución: “Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada, para tender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos.”
Este documento prueba que el 10 de octubre de 1868, con el Grito de La Demajagua, cerca de la ciudad de Manzanillo, en la actual provincia de Granma, empezó una revolución social, por la independencia nacional y contra la esclavitud, máximas aspiraciones posibles en el momento.
No arrancó entonces una guerra contra España, sino contra el dominio colonial; no se inició una revuelta política más, sino una revolución independentista y antiesclavista; no estalló la ira de terratenientes para defender sus intereses, sino la acción pensada de hombres cultos que encarnaban las aspiraciones de un pueblo y la dignidad de una nación.
Es una muestra temprana y contundente de la cultura general, la experiencia política, los principios humanistas y la valentía personal del grupo de terratenientes, abogados, poetas, literatos, periodistas, artistas y soñadores que se atrevió a empezar la era de las revoluciones en el mayor archipiélago antillano.
Se le cita poco en la historiografía, tal vez porque todavía hay interesados en presentar las guerras independentistas como simples estallidos de ira y sucesiones de rivalidades personales, victorias y derrotas militares, y no como lo que fueron, formidables contribuciones al desarrollo de las ideas.
El “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, dirigido a sus compatriotas y a todas las naciones” no requiere de muchas explicaciones para ser entendido, y por eso en esta reseña predominarán las citas textuales.
Denuncia que España gobierna a Cuba “con un brazo de hierro ensangrentado”, le impide toda libertad política, civil y religiosa; destierra los hijos de la Isla o los ejecuta mediante comisiones militares, y les priva del derecho de reunión.
“Desea España que seamos tan ignorantes que no conozcamos nuestros sagrados derechos, y que si los conocemos no podemos reclamar su observancia en ningún terreno”, agrega.
Tras señalar la desastrosa situación económica de la ínsula, la proclama recuerda que en innumerables ocasiones la Metropoli ha prometido respetar los derechos de los cubanos, pero no cumple su palabra.
“Cuando un pueblo llega al extremo de degradación y miseria en que nosotros nos vemos, nadie puede reprobarle que eche mano a las armas para salir de un estado tan lleno de oprobio”, afirma.
Después aclara: “No nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones, sólo queremos ser libres e iguales, como hizo el Creador a todos los hombres.”
En cuanto a principios políticos, dice: “Creemos que todos los hombres somos iguales, amamos la tolerancia, el orden y la justicia en todas las materias."
También se pronuncia por “la emancipación gradual y bajo indemnización, de la esclavitud”, y por “el libre cambio con las naciones amigas que usen de reciprocidad.”
Plantea que los cubanos desean “la representación nacional para decretar las leyes e impuestos, y, en general, demandamos la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre, constituyéndonos en nación independiente”.
El manifiesto es hermoso en la proyección internacional de la revolución: “Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada, para tender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos.”
Este documento prueba que el 10 de octubre de 1868, con el Grito de La Demajagua, cerca de la ciudad de Manzanillo, en la actual provincia de Granma, empezó una revolución social, por la independencia nacional y contra la esclavitud, máximas aspiraciones posibles en el momento.
No arrancó entonces una guerra contra España, sino contra el dominio colonial; no se inició una revuelta política más, sino una revolución independentista y antiesclavista; no estalló la ira de terratenientes para defender sus intereses, sino la acción pensada de hombres cultos que encarnaban las aspiraciones de un pueblo y la dignidad de una nación.
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