viernes, 9 de octubre de 2015

Niñas: el derecho de ser felices

  Leydis Tassé Magaña
  Solaine es una niña feliz, basta ver la sonrisa en su rostro y el ímpetu con el que se levanta para ir a la escuela, compartir con sus amigos y disfrutar de las maravillas propias de los 15 años.
  Cocinar, lavar, planchar, atender al esposo y los hijos, fueron acciones que, como muchas féminas, imitó en sus juegos infantiles, al igual que su hermana de 13 años que, como ella, estudia en la Secundaria Básica Orlando Fernández Badell, de la ciudad de Santiago de Cuba.
  Sol, como la llaman todos, es una santiaguera común, cuya cotidianidad tiene muchos puntos en común con la de otras niñas cubanas, fundamentalmente, el derecho al bienestar y las condiciones para ser felices.
   Una ojeada al panorama mundial no arrojaría los mismos resultados, pues la violencia, discriminación e inseguridad son solo las realidades conocidas por niñas como Solaine, obligadas a abandonar los estudios, dedicarse al trabajo doméstico y prostituirse para llevar un bocado a casa.
   Tristemente, la discriminación a la mujer comienza desde sus primeros años, incluso desde la posición de hombres que al embarazarse su pareja, anhelan que los frutos de la relación sean varones, por encima de todo.
   Concepciones culturales, fundamentalismos religiosos, machismos que laceran el alma de la sociedad, son algunas de las raíces de los males que afectan a muchas de este género en el mundo, hasta los 18 años.
   No sorprende entonces que entre tantas jornadas dedicadas a nobles causas, en 2011 la Asamblea General de las Naciones Unidas declarara el 11 de octubre Día Internacional de la Niña, con el objetivo de abordar los desafíos que enfrentan esos seres y promover su empoderamiento.
   Elocuentes los ejemplos de adolescentes como la pakistaní Malala Yousafzai, la cual    sobreponiéndose a criterios enclaustrados, defendió los derechos de las niñas en su país, donde el régimen talibán les prohibía asistir a la escuela.
   Pobreza, ignorancia, injusticia, racismo y privación de derechos básicos fueron algunos de los hechos denunciados por Malala, quien desde los 10 años comenzó una campaña para el acceso de las infantes a la educación, lo que unido al enfrentamiento a las milicias talibanes, provocó que atentaran contra su vida en 2011.
   Pero sobrevivió y para sorpresa de sus agresores y los que odian las causas que promueve, en 2014 se convirtió, con solo 17 años, en la persona más joven en ser galardonada con el Premio Nobel de la Paz, en toda la historia de esos lauros.
   Quién sabe cuál hubiera sido la historia de Malala si hubiera nacido en Cuba, tal vez la de una adolescente aspirante a una carrera universitaria, dirigente estudiantil o miembro de la Federación de Mujeres Cubanas.
   En la lsla la protección a la infancia es una prioridad del proyecto revolucionario, a la que el Estado dedica cuantiosos recursos, de lo cual son muestra los programas Educación Comunitaria para la Vida, Educa a tu Hijo y Atención Integral al Adolescente, dirigidos sin distinción de sexo.
   Cuál sería la alegría de Malala al observar las millones de jóvenes de su edad incorporadas a tareas sociales de impacto, que ni siquiera imaginan lo que es verse obligadas a estar sujetas a sus maridos en plena pubertad, como lo sufren sus contemporáneas en otras naciones.
   Se estremecería la pakistaní con los sueños cumplidos de las niñas cubanas que lo mismo en el campo que en la ciudad, acceden a similares oportunidades que el sexo opuesto.
   La historia ha demostrado que pese a normativas jurídicas, entre ellas la Convención Internacional de los Derechos del Niño, las pequeñas son violentadas cada día, desde varios enfoques.
   Continúan los reclamos, en no pocos rincones del mundo hay “Malalas”,  y continúa la misma situación.
   Más voluntad política y más espacios para defender esos motivos, demanda el contexto internacional, lo cual difícilmente fructificará si antes no se remueven mentalidades y concepciones cimentadas en las culturas de los pueblos.
   Mucho pueden hacer voces aisladas y organizaciones no gubernamentales para proteger a las pequeñas, pero grandioso sería sembrar voluntades desde el corazón para amar y respetar a esos tesoros.
   Entonces, es probable, tendremos menos historias tristes como las de Malala y más como las de Solaine y su hermana, niñas santiagueras a las que les brillan los ojos y sonríen, porque son felices.

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