Aída Quintero Dip
Íntegro paladín de
la justicia y la libertad, pudiera decirse que sintetizaba las virtudes de un
ser humano. Así era la sencilla y natural grandeza de Ernesto Guevara de la
Serna, nacido el 14 de junio de 1928, en Argentina, pero apreciado como
ciudadano cubano y del mundo, porque los
afanes por los cuales vivió y luchó no tuvieron fronteras.
Encarnó el modelo
más reconocido y universal de un hombre nuevo, paradigma de una ética
revolucionaria y humanista inédita para muchos en el orbe, que conjugó espíritu
creador, talento, arrojo y el anhelo por cumplir sencillamente el deber en bien
de la humanidad.
En la casa de la
familia de Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna, en Rosario, no nació
entonces hace 87 años un héroe. Nació un niño,
el hijo mayor, torturado por el asma y que rehusaba dejarse abatir por
la enfermedad, el cual manifestaba la
madera del guerrillero y el conductor político en que se convirtió.
Testimonios de
quienes lo conocieron, cuando aún era Ernestico y luego en los años mozos,
alcanzan para puntualizar los perfiles excepcionales del hombre en los rasgos
distintivos de su carácter: una voluntad férrea ante todos los obstáculos y una
búsqueda afanosa de la verdad y la justicia.
Ribetes de leyenda
atesora su vida, desde el viaje en moto con su amigo Alberto Granados por
países de Latinoamérica, en la rebelde Sierra Maestra empeñado en liberar a
Cuba, en El Congo o en las selvas bolivianas, en defensa del negro, del indio,
del pobre, rechazando el mito y mostrando al héroe de carne y hueso.
Realmente el
Guerrillero Heroico no es un ser para el pedestal, se le ha de descubrir
cotidianamente en la plenitud de su extraordinaria dimensión humana y
revolucionaria y en su estrecho vínculo con el pueblo.
La juventud cubana
asume el pensamiento y la vida del Che como modelo sustentado en la forja de
valores imprescindibles en las épocas difíciles, sobre todo, en los tiempos de
hoy.
Demostró madurez y
carácter en cargos públicos de la mayor responsabilidad y por todos nosotros
alzó su voz con palabras profundas en las Naciones Unidas o recorrió territorios amigos y hermanos en misiones de
suma confianza, de paz y solidaridad.
Cuando ocupó la
tribuna de la Organización de las Naciones Unidas frente a cancilleres que se
inclinaban ante el amo, acostumbrados a los debates estériles, asombraba la
audacia, rigor y profundidad del diplomático sui géneris, quien decía al pan
pan y al vino vino.
Razones hay para
evocar al héroe, hecho en las trincheras
y en el trabajo cotidiano, estandarte y estímulo para hallar las fuerzas
necesarias y nunca flaquear ante la adversidad ni los infortunios.
Si de cada una de
sus lecciones no aprendimos, de muy poco nos sirvió haber tenido el privilegio
de tenerlo entre nosotros o ser simplemente su contemporáneo, porque el Che
llevó a su más alta expresión los ideales de solidaridad y el
internacionalismo.
Cayó en el
mismo corazón de su América, en su Patria Grande, después de andar por los
cerros y desfiladeros de la última república fundada por El Libertador, Simón
Bolívar, pero la luz de su propio fuego, la de su estrella, sigue ardiendo,
sigue alumbrando todavía.
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