Aída Quintero Dip
Cuando se afirma que Santiago de Cuba es una tierra afortunada, razones no faltan; tan rica y diversa como su historia es la cultura, tan alegre y rítmica como su música es la ciudad, tan rebelde y hospitalaria como sus calles son las personas que la habitan llenándola de tradiciones y de luz.
Es que Santiago de Cuba es también un bolero de Pepe Sánchez, un son de Matamoros, un lienzo de Ferrer Cabello, el Bertillón 166 de Soler Puig; una danza del Caribe hecha folclor, una conga de Los Hoyos que hace vibrar los vitrales, las tejas de las casas y los pies de los bailadores.
No podía tener mejor ubicación que a orillas del Mar Caribe, para reflejar como un espejo sus célebres montañas, para que ni el nativo ni el visitante la olviden por esa magia singular que irradia, cantada por trovadores de todas las épocas. Hay que admitir como el poeta Waldo Leyva en Una definición de la ciudad, que si las puertas no están abiertas a la guitarra puedes decir que Santiago no existe.
Espacio de afinidad de mitos, leyendas y realidades, en la urbe palpita la vida; como expresara el profesor catalán Don Francisco Prat Puig: “Es donde la trova exhala su amorosa y lánguida canción acompañada de moriscas guitarras, en el ambiente morisco de nuestra arquitectura. A modo de respiro de las calles santiagueras, donde también las comparsas marcan el ritmo acompasado del salto de sus hijos, bajando de la loma hacia el bajío de sus trochas, para fiestar a sus anchas”.
Como plaza de raigambre en la cultura, puede considerarse esta oriental ciudad gracias a su exquisito acervo, reconocido en el país e internacionalmente, que ha trascendido luego del triunfo de la Revolución, sobre todo, por su calidad, hondura y alcance popular.
Atrás quedó la política cultural de los gobiernos burgueses, de carácter eminentemente simbólico, que servía para denotar la clase en el poder, con exponentes que no representaban cultura nacional, sino más bien la foránea pues era un arte de elite.
Al nacer una Revolución social y cultural se estructuró un sistema dirigido a satisfacer las necesidades culturales y fortalecer los rasgos más identitarios; estimuló la creación de instituciones, de acuerdo con las diversas manifestaciones artísticas y literarias, para promover desde el ámbito local hasta internacional lo más auténtico; fundó un sistema de escuelas para la formación de artistas y profesores, y se organizaron acciones sistemáticas atendidas por las casas de cultura, que irrumpieron en el panorama cubano.
Un valor agregado de la cultura santiaguera es que no es únicamente privativa de los grandes escenarios, garantía de disfrute y participación del pueblo en variados proyectos desde los barrios y casas de cultura de la comunidad, desde la zona de montaña hasta el litoral, con dedicación especial a grupos vulnerables y a la población penal.
Resulta -en esencia- fiel reflejo de la idiosincrasia del pueblo al que va destinada; es seductora como su propia gente que la hace perdurar cuando es buena y la olvida muy pronto cuando carece de esa fuerza que le imprime vitalidad al paso de los años.
En resumen, la cultura en Santiago de Cuba no cabe en un escenario, esa mezcla de hondura popular y alto rango artístico la hacen inmensa en su esencialidad.
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