Aída Quintero Dip
Si José Martí
hubiera conocido a Vilma Espín, seguramente tendría que decir de ella lo que
una vez expresó de Mariana Grajales: “Fáciles son los hombres con tales
mujeres”.
En esta Heroína
de la Revolución cubana se conjugaron de manera singular el valor y entereza de
la madre de los Maceo, la visión anticipadora de Ana Betancourt para luchar por
la emancipación y los derechos de la mujer, y la fidelidad y pasión de
compatriotas como Haydée Santamaría y
Celia Sánchez.
Este 18 de junio
se cumple el décimo aniversario de la desaparición física de esta mujer excepcional que ocupa por derecho propio un
sitio prominente en la historia de Cuba, a la cual se consagró en cuerpo y alma
desde la etapa pre revolucionaria hasta el triunfo, el primero de enero de
1959, y en los años de Revolución en el poder.
Vilma heredó la
rebeldía de su amada ciudad, donde había nacido el siete de abril de 1930, la
misma que la viera desafiar al régimen en la época de estudiante de ingeniería
Química Industrial, en la Universidad de Oriente, y que ante el peligro de la
vida clandestina la refugió en sus casas para que nadie pudiera dañarla.
De joven elegante
y agradable, se convirtió en el brazo derecho de Frank País, jefe nacional de
Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio, a quien le sirvió hasta de chofer
en los momentos en que era uno de los combatientes más perseguidos por la
tiranía de Fulgencio Batista, durante los años convulsos de la lucha
clandestina en Santiago de Cuba.
Tuvo el gran
honor de representar el estoicismo de la mujer cubana en el levantamiento
armado de la heroica urbe, el 30 de noviembre de 1956, junto a Haydée, Asela de
los Santos, Gloria Cuadras y otras tantas santiagueras firmes y leales que
vistieron el verde olivo dispuestas a apoyar el desembarco del yate Granma para
ser libres o mártires, como había vaticinado Fidel.
Era tal su coraje
que el propio Frank, poco antes de su muerte el 30 de julio de 1957, la nombró
coordinadora provincial del M-26-7 en Oriente y más tarde, en junio de 1958, ya muy perseguida ella se incorpora a la
guerrilla; el II Frente Oriental Frank
País, bajo el mando del entonces Comandante Raúl Castro, fue el escenario donde
dio riendas sueltas a sus afanes libertarios hasta el final de la guerra.
Un cariño muy especial
por considerarla una de sus hijas más
queridas, le prodigó esta tierra que la sintió en sus calles
combatiendo y forjando sueños y la eligió diputada al
Parlamento cubano, tras la victoria de 1959, cuando le aguardaron tareas
decisivas en la edificación de la nueva sociedad y en la lucha para que la
mujer ocupara el puesto merecido.
La destacada
combatiente del Ejército Rebelde, incansable luchadora por la emancipación de
las féminas y la defensa de los derechos de la niñez, fue forjando un carácter firme hasta
convertirse en un cuadro íntegro, de solidez ideológica a toda prueba que supo
fraguar virtudes en las nuevas generaciones.
Una de las obras
que la perpetuará al paso de los siglos es la
conducción de la transformación de la mujer cubana,
convertida en una poderosa fuerza, protagonista de misiones decisivas para el
progreso socioeconómico y político de la nación, tras contar con la guía
indiscutible de Vilma en los empeños por alcanzar la verdadera igualdad de
derechos y oportunidades.
Vivió años de
avatares y desafíos disímiles, pero siempre conservó esa dulzura, mezcla de
madre, compañera, amiga, capaz de
analizar con igual entereza los problemas que entorpecen el pleno desarrollo de
la sociedad, y de disfrutar de sus avances y logros.
Siempre se sintió
dichosa de ser contemporánea con tantas mujeres valiosas que pusieron su talento y se consagraron al
servicio de la Revolución, por eso conducir los destinos de la Federación de
Mujeres Cubanas más que un trabajo, lo consideró un placer inigualable.
Sintió la
satisfacción de haber forjado –junto a Raúl Castro- una hermosa familia,
pródiga de amor, de cuatro hijos y ocho nietos, con la que seguramente quiso
perpetuar de alguna manera su vida y experiencia clandestina y guerrillera,
pues dos de sus hijas llevan sus más conocidos nombres de guerra: Déborah y
Mariela.
Hasta su muerte
la adornó una singular sonrisa, que la distinguió entre los guerrilleros en los
días de la Sierra Maestra, cuando ella y Celia eran las niñas lindas de la
tropa y los rebeldes lo mismo les
regalaban flores, las protegían como a una hermana, o las acompañaban a
riesgosas misiones.
Las presentes y
futuras generaciones tendrán que venerarla, además, por su fidelidad a la
causa, y especialmente a Fidel, como
intérprete ferviente y creativa de sus ideas; por los importantes servicios que
prestó a la Patria y por anidar los valores más auténticos de la cubanía.
Su ejemplo se
multiplica hoy en quienes asumen responsabilidades en diversas esferas de la
vida nacional y en cargos de toma de decisiones, en las científicas, médicas,
economistas, ingenieras, maestras, obreras, constructoras, trabajadores de
servicio que dejan huellas por su dedicación y sentido de pertenencia.
Los cubanos y
cubanas de estos tiempos tienen en la vida y obra de Vilma Espín una fuente
inagotable de inspiración para protagonizar las mejores acciones y engrandecer
la Patria, a la que ella entregó todo sin mirar de qué lado se vivía mejor,
sino de qué lado estaba el deber.
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