Rosa María González López
Con
fecha 20 de julio de 1882, José Martí entregó al general de brigada de la contienda
independentista del 68, Flor Crombet, sendas cartas. Este respetado patriota
santiaguero, en quién el Apóstol confiaba como en sí mismo, debía hacerlas llegar a las manos de los
grandes jefes mambises Máximo Gómez y Antonio Maceo.
Crombet partió de Nueva York con la misión de aunar esfuerzos a favor de
la gesta libertaria, y Martí quería poner al tanto a Gómez y a Maceo, pilares
de la revolución, de lo que hasta esos momentos se venía realizado en la
organización de la guerra que se fraguaba desde allí, a favor de la
emancipación de Cuba.
Tales misivas, que habían sido escritas por el propio Martí, invitaban
respetuosamente a los reconocidos oficiales de la Guerra de los Diez Años a
emitir sus juicios sobre la etapa redentora en cierne, pero también los
incitaban a sumar sus voluntades.
Los
primeros años de la década de 1880 fueron para el Héroe Nacional de fecunda
labor. La formación del Comité Revolucionario en la urbe norteña, un viaje a
Venezuela, su vocación literaria liberada a través de sus versos, de artículos
periodísticos y traducciones para la Casa Appleton, eran actividades que
combinaba con la evaluación y juicios sobre las causas del fracaso de la
contienda anterior.
La
falta de unidad y las vacilaciones ante la política pacificadora de España, que
llevó a la firma del Pacto del Zanjón poniendo fin a la guerra; el caudillismo
y regionalismo como males que se expresaban a través de las conductas errada de
algunos jefes, unido a la falta de ayuda desde el exterior, fueron consideradas
por Martí calamidades irrepetibles en la futura confrontación.
Empero, rehacer las fuerzas revolucionarias, mover en Cuba de modo
unánime y seguro los ánimos de lucha y prepararlos desde el exterior con la
participación activa de todas las fuerzas y hombres de conducta juiciosa, eran
en su sentir reflexivo, los deseos que deberían movilizar a los cubanos
patriotas para enfrentar con éxito a la metrópoli peninsular.
A
Gómez y a Maceo les hizo saber, a través de aquellas cartas escritas con apremio
pero sin omisiones, que sobre Cuba gravitaban peligros caracterizados por la
conducta de hombres incapaces de sacrificar su bienestar personal combatiendo a
España, y otros que, sin exponerse
buscaban asociar la isla a Estados Unidos.
En
el mensaje dirigido a Gómez calificó a
los partidarios anexionistas como irresolutos, apegados a las riquezas y
tentados a halagar una falsa conciencia patriótica. En el enviado a Maceo habló de los rencores
que suscitaban la discriminación por el color de la piel, y llamó verdaderos
criminales a quienes promovían el odio entre razas, como definió la segregación
del negro.
La
premura con que redactó las líneas que hizo llegar a Maceo, no le permitió a
Martí desarrollar, en esa ocasión con mayor profundidad, su visión de la
problemática social del negro en Cuba; no obstante, depositó toda su confianza
en los principios, prudencia y generosidad del general mulato, quien había
sentido en carne propia la amarga experiencia de la discriminación.
Fue
Martí un hombre que apreció la firmeza de carácter, la honradez, y aborreció la
palabra que no iba acompañada de los actos; dio muchas veces lecciones de
concordia y de discreción, por eso, en uno de los párrafos de la
correspondencia con Gómez, fechado aquel mismo 20 de julio de 1882, le expuso:
"Por mi parte, General, he rechazado toda excitación a renovar
aquellas perniciosas camarillas de grupo de las guerras pasadas …aspiro a que
formando un cuerpo visible y apretado aparezcan unidas por un mismo deseo grave
y juicioso de dar a Cuba libertad verdadera y durable, todos aquellos hombres
abnegados y fuertes…"
Y en
efecto, el Maestro no se equivocaba en el llamado, la causa libertaria que
comenzaría y recababa de la unión de todos los cubanos, necesitaba de Gómez, el
que supo ser grande en la guerra y digno en la paz; y de Maceo, el soldado más
bravo y el cubano más tenaz. Así los reconocía y asumía José Martí: Cuba
depositaba en ellos toda su fe.
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