Por Aída
Quintero Dip
De los artículos sobre la personalidad del líder de la
Revolución Cubana, entre los que más me han conmovido está El Fidel que
yo conozco, de Gabriel García Márquez, concebido desde la perspectiva de
un amigo sincero y con la profundidad y hermosura que singulariza el estilo
del Premio Nobel de Literatura, ya fallecido.
Desde la
mirada del afamado escritor colombiano, Fidel se reveló más allá de los
méritos históricos de haber hecho una Revolución grandiosa, en las
propias narices del imperio, y mantenerla invicta por más de medio siglo,
tras forjar una Patria reconocida por sus valores de dignidad y
soberanía.
Seguramente las virtudes que
cautivaron a García Márquez son las mismas que aprehendieron a muchos, mas
reseñadas desde los afectos y la admiración conquista diferente.
Por ejemplo, “su devoción por las palabras, su poder de
seducción, va a buscar los problemas donde están, los ímpetus de la
inspiración son propios de su estilo, paciencia invencible, disciplina
férrea, la fuerza de la imaginación lo arrastra hasta los imprevistos, el
mayor estímulo de su vida es la emoción al riesgo, es el antidogmático
por excelencia”.
En el
revolucionario de primera línea en los acontecimientos más trascendentales
de la nación en el siglo XX y XXI, sobresalió la actitud ante la derrota
porque “aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a
una lógica privada: ni siquiera la
admite, y no tiene un
minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en
victoria”.
Otra cualidad: no hubo un proyecto
grandioso o pequeño, en el que no se empeñó con pasión infinita,
especialmente si tenía que enfrentarse a la adversidad. “Nunca como
entonces parece de mejor talante, de mejor humor. Alguien que cree conocerlo
bien le dijo: ‘Las cosas deben andar muy mal porque usted está
rozagante’”.
Según García Márquez, su más
rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la evolución de un
hecho hasta sus consecuencias remotas, potestad que no la ejerció por
iluminación, sino como resultado de un raciocinio arduo, tenaz, de
análisis exhaustivos, tras la búsqueda de causas.
La tribuna de improvisador pareció ser su medio ideal; comenzaba con
voz casi inaudible pero iba ganando terreno con su inteligencia, carisma,
capacidad hasta que se apoderaba de la audiencia. “Es la inspiración: el
estado de gracia irresistible y deslumbrante, que solo niegan quienes no han
tenido la gloria de vivirlo”.
Y es que cuando Fidel
hablaba con la gente en plena calle, el diálogo recobraba expresividad y la
franqueza de los afectos más sentidos. Por eso lo llamaban sencillamente
Fidel, como un amigo cercano, un padre, un hermano. Lo abrazaban, le
reclamaban, le planteaban problemas, le discutían, en un
intercambio sui géneris donde prevalecía la verdad sin titubeos.
“Es entonces que se descubre al ser humano insólito, que el
resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo
conocer: Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una
educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y
modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”,
aseveró su gran amigo.
Por eso soñó con los pies
sobre la tierra de que los científicos cubanos lograran medicamentos
salvadores, o la medicina final contra el cáncer, y creó una política
exterior de potencia mundial, en una isla infinidad de veces más pequeña
que su enemigo potencial, sin vulnerar un solo principio, con la dignidad y
ética como bandera.
Así es sencillamente Fidel,
el primero en el combate, el primero en el ejemplo, que dejó de fumar
para tener autoridad moral para luchar contra el tabaquismo, y con la
convicción de que los estímulos morales, más que los materiales, son
capaces de cambiar el universo y empujar la historia.
Parece perpetua la meridiana claridad del hombre del yate Granma, el asalto
al Moncada, de La Historia me absolverá y los días de la guerra en la
Sierra Maestra, multiplicadas hoy en una visión de América
Latina en el futuro, la misma que la de Simón Bolívar y José Martí, una
comunidad integral y autónoma, capaz de alumbrar como el alba y mover el
destino del mundo.
Avizorando siempre y defendiendo
posiciones; fue los Estados Unidos el país que más conoció después de
Cuba, sabía a fondo la índole de su gente, sus estructuras de poder, las
segundas intenciones de sus gobiernos, un arsenal que le ayudó a sortear la
tempestad del criminal bloqueo económico, financiero y comercial contra la
soberana nación.
“Una cosa se sabe con seguridad:
esté donde esté, como esté y con quién esté, Fidel Castro está allí
para ganar”, lo reafirmó su entrañable amigo colombiano, quien “al
verlo muy abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, le pregunté qué
era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato:
pararme en una
esquina”.
Ese fue y es
Fidel, quien sacrificó su vida con placer por la felicidad de los demás,
quien marchó invicto y convertido en bandera y en historia viva será el
mejor paradigma para las nuevas generaciones.
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