jueves, 1 de diciembre de 2016

El Fidel que yo conozco

 Por Aída Quintero Dip

  De los artículos sobre la personalidad del líder de la Revolución Cubana, entre los que más me han conmovido está El Fidel que yo conozco, de Gabriel García Márquez, concebido desde la perspectiva de un amigo sincero y con la profundidad y hermosura que singulariza el estilo del Premio Nobel de Literatura, ya fallecido.
  Desde la mirada del afamado escritor colombiano, Fidel se reveló más allá de los méritos históricos de haber hecho una Revolución grandiosa, en las propias narices del imperio, y mantenerla invicta por más de medio siglo, tras forjar una Patria reconocida por sus valores de dignidad y soberanía.
   Seguramente las virtudes que cautivaron a García Márquez son las mismas que aprehendieron a muchos, mas reseñadas desde los afectos y la admiración conquista diferente.
    Por ejemplo, “su devoción por las palabras, su poder de seducción, va a buscar los problemas donde están, los ímpetus de la inspiración son propios de su estilo, paciencia invencible, disciplina férrea, la fuerza de la imaginación lo arrastra hasta los imprevistos, el mayor estímulo de su vida es la emoción al riesgo, es el antidogmático por excelencia”.
   En el revolucionario de primera línea en los acontecimientos más trascendentales de la nación en el siglo XX y XXI, sobresalió la actitud ante la derrota porque “aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la
admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria”.
  Otra cualidad: no hubo un proyecto grandioso o pequeño, en el que no se empeñó con pasión infinita, especialmente si tenía que enfrentarse a la adversidad. “Nunca como entonces parece de mejor talante, de mejor humor. Alguien que cree conocerlo bien le dijo: ‘Las cosas deben andar muy mal porque usted está rozagante’”.
    Según García Márquez, su más rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas, potestad que no la ejerció por iluminación, sino como resultado de un raciocinio arduo, tenaz, de análisis exhaustivos, tras la búsqueda de causas.
    La tribuna de improvisador pareció ser su medio ideal; comenzaba con voz casi inaudible pero iba ganando terreno con su inteligencia, carisma, capacidad hasta que se apoderaba de la audiencia. “Es la inspiración: el estado de gracia irresistible y deslumbrante, que solo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo”.
  Y es que cuando Fidel hablaba con la gente en plena calle, el diálogo recobraba expresividad y la franqueza de los afectos más sentidos. Por eso lo llamaban sencillamente Fidel, como un amigo cercano, un padre, un hermano. Lo abrazaban, le reclamaban, le planteaban problemas, le discutían, en un intercambio sui géneris donde prevalecía la verdad sin titubeos.
  “Es entonces que se descubre al ser humano insólito, que el resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo conocer: Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”, aseveró su gran amigo.
  Por eso soñó con los pies sobre la tierra de que los científicos cubanos lograran medicamentos salvadores, o la medicina final contra el cáncer, y creó una política exterior de potencia mundial, en una isla infinidad de veces más pequeña que su enemigo potencial, sin vulnerar un solo principio, con la dignidad y ética como bandera.
  Así es sencillamente Fidel,  el primero en el combate, el primero en el ejemplo, que dejó de fumar para tener autoridad moral para luchar contra el tabaquismo, y con la convicción de que los estímulos morales, más que los materiales, son capaces de cambiar el universo y empujar la historia.
  Parece perpetua la meridiana claridad del hombre del yate Granma, el asalto al Moncada, de La Historia me absolverá y los días de la guerra en la Sierra Maestra, multiplicadas  hoy en una visión de  América Latina en el futuro, la misma que la de Simón Bolívar y José Martí, una comunidad integral y autónoma, capaz de alumbrar como el alba y mover el destino del mundo.
  Avizorando siempre y defendiendo posiciones; fue los Estados Unidos el país que más conoció después de Cuba, sabía a fondo la índole de su gente, sus estructuras de poder, las segundas intenciones de sus gobiernos, un arsenal que le ayudó a sortear la tempestad del criminal bloqueo económico, financiero y comercial contra la soberana nación.
  “Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quién esté, Fidel Castro está allí para ganar”, lo reafirmó su entrañable amigo colombiano, quien “al verlo muy abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, le pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: pararme en una
esquina”.
  Ese fue y es Fidel, quien sacrificó su vida con placer por la felicidad de los demás, quien marchó invicto y convertido en bandera y en historia viva será el mejor paradigma para las nuevas generaciones.

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