Aída Quintero Dip
Desde niña
aprendí a querer a Fidel, era algo inconsciente, intuitivo, yo siempre le decía
a mi padre qué grande tú eres papá, y él me explicaba, mira mi cielo, yo soy un
hombre alto, el grande es Fidel.
Yo lo recordaba vagamente vestido de verde
olivo junto a un grupo de rebeldes barbudos, cuando pasaron en camiones por mi
barrio en El Caney al triunfó la Revolución, en enero de 1959, y la algarabía
del pueblo por la victoria, todo el mundo quería abrazarlo o, aunque fuera,
tocarle las manos.
Después escogí la
carrera de Periodismo, me fascinaba ser cronista de mi tiempo, y qué tiempo tan
hermosos me tocó vivir y reseñar, no me arrepentiré nunca de esa elección, que
me dio la oportunidad única de estar cerca de él en innumerables ocasiones.
La que me marcó
para siempre fue la del 11 de marzo de 1978, cuando Fidel encendió la Llama
Eterna que arde en honor a los héroes y mártires del II Frente Oriental Frank
País; era el aniversario 20 de la creación del frente guerrillero que comandó
Raúl en los tiempos de la guerra de liberación nacional, y Fidel habló y la
gente de allí tan patriotas, tan revolucionarios, no cabía del orgullo.
Tuve la alta
responsabilidad de atender esa cobertura y también el recorrido del Comandante
en Jefe y los demás dirigentes de la Revolución por instalaciones de ese
municipio, como el Palacio de Pioneros, ciento por ciento obra de la
Revolución.
Entre tantos
periodistas cubanos y extranjeros me escogieron para reseñar el recorrido, en
mi condición de santiaguera, y yo estaba entre feliz y nerviosa; el fotógrafo
del periódico Granma, escogido también, me decía hoy es un día grande para ti y
en verdad lo fue, apenas me había graduado unos meses antes. Era mi primera
gran oportunidad de lucirme en el reporte periodístico y lo logré, hasta me
felicitaron.
Después tuve otro
tremendo privilegio profesional: me seleccionaron para la cobertura del
centenario de la viril Protesta de Baraguá, el 15 de marzo de 1978, en el mismo
escenario de los hechos cuando la hidalguía e intransigencia revolucionaria de
Cuba brilló en lo más alto en la voz de Antonio Maceo. Y aquel discurso inolvidable,
patriótico de Fidel y yo dichosa reportando.
Así se sucedieron
vivencias junto al Comandante en Jefe con delegaciones de alto nivel que visitaban
la ciudad de Santiago de Cuba, Cuna de la Revolución, que acrecentó su gloria
cuando el primero de enero de 1984 Fidel le entregó el Título Honorífico de
Héroe de la República de Cuba y la Orden Antonio Maceo, y todo el mundo quería
visitar la legendaria urbe. Y qué honor
poder estar allí como testigo.
En aquellos años
Fidel inauguró muchas obras en esta tierra oriental, varias de las cuales tuve
la oportunidad de reseñar, además de aniversarios del asalto al Cuartel Moncada,
el que había atacado el 26 de julio de 1953 al frente de un grupo de jóvenes
corajudos. Recuerdo, asimismo, con mucho cariño sus palabras tan emocionantes
para Santiago y su rica historia en un aniversario del triunfo de la
Revolución, celebrado en el propio corazón de la ciudad en el emblemático
Parque Céspedes, desde donde se dirigió al pueblo para proclamar el triunfo el Primero
de Enero.
Durante los años 1986 y1987, cuando La Habana
se convirtió en un laboratorio de la Revolución, dicho así por el propio Fidel,
yo tuve la suerte de estar trabajando en la Agencia de Información Nacional, ahora Agencia Cubana de Noticias, en la capital
cubana. Y de qué manera aproveché esa coyuntura.
Así estuve en
diversos encuentros del líder con intelectuales, médicos de la familia,
constructores, en inauguraciones de obras, visitas a distintos sitios; a veces
ni la propia dirección de la Agencia sabía que donde yo estaba había llegado
Fidel, y yo llamaba, no se preocupen estoy aquí y ya se sabía que tendríamos la
noticia, pues muchas veces él iba a los lugares sorpresivamente.
Hay oros momentos que no puedo olvidar: yo
tuve el honor de ser delegada a tres
Congresos de la Unión de Periodistas de Cuba, el quinto, séptimo y octavo, y lo
más importante: con la dicha de tener su aleccionadora presencia en los dos
primeros, ya en el octavo él se había enfermado y nos acompañó Raúl.
Visionario al fin,
estratega al fin, Fidel nos había dicho después del séptimo que los delegados e
invitados nos reuniríamos con él cada seis meses, en una especie de pleno
ampliado de la UPEC, ya que no sabía si para el próximo Congreso (el octavo)
estaría con lucidez suficiente, en condiciones de estar con nosotros, y así fue.
Sobre todo su
compañía en el Séptimo Congreso, en marzo de 1999, fue verdaderamente histórica,
eran tres días de sesiones y a propuesta suya se extendió a cinco, pues decía
que necesitaba conspirar con nosotros sobre muchas ideas para perfeccionar
nuestra obra, nuestro proyecto social.
Ese Congreso
concluyó con la visita a la Escuela Latinoamericana de Medicina, él tenía un
interés especial de que los periodistas
se acercaran a esa gigantesca obra, ejemplo de la solidaridad de Cuba, y para
mí resultó, además, una demostración de la
dimensión humana y revolucionaria de este inmenso hombre.
También nos pidió
con la modestia que lo caracterizaba que quería que los consideráramos un
periodista más en las filas de la UPEC, y con qué orgullo lo aceptamos con un aplauso
que tronó en el Palacio de Convenciones.
Y realmente Fidel fue un extraordinario
periodista, lo demostró siempre y al final de su vida, cuando había renunciado
a la dirección del país por su salud resquebrajada, hacía esas excelentes reflexiones
que nos quedan para la historia de Cuba como una lección permanente.
Nos invitó a una Tribuna Abierta, en el
Palacio de Convenciones, en La Habana,
en enero de 2000 por la liberación de Elián, también a la inauguración del
Amadeo Roldán, reconstruido luego de ser prácticamente quemado, y de las
instalaciones de Bellas Artes, en la Habana Vieja, en ese afán suyo también por
cimentar una cultura general integral en el pueblo.
Ahora que tuve la
triste misión de testimoniar el dolor del pueblo santiaguero ante su
desaparición física, este aciago 25 de noviembre de 2016, me queda el consuelo
de haber tenido mi propio Fidel, ese que cada cubano tiene muy dentro, allí
cerca del corazón, donde se conservan los hechos más preciados y sagrados y las
personas más queridas.
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