martes, 1 de noviembre de 2011

Estampa de mi ciudad y su gente


Soy feliz de haber nacido y de vivir en Santiago de Cuba, una de las primeras siete villas de Cuba, que siempre está, nunca falta, más bien trasciende,  y cada día me sorprende, a pesar de la advertencia del poeta  Navarro Luna: “Es Santiago de Cuba, no os asombréis de nada”.
Lauros tras lauros lo atestiguan. Por acuerdo del Consejo de Estado, se le otorgó merecidamente el Título Honorífico de Ciudad Héroe de la República de Cuba que reconoce su significativo aporte a la  libertad de la Patria  y la consagración de sus mejores hijos e hijas a esa causa, pero antes fue bautizada como la Cuna de la Revolución, un calificativo que resalta que por allí nació una epopeya.
Pero Santiago de Cuba se distingue también por sus puertas siempre abiertas a la guitarra y sus casas que nunca se cerraron para dar abrigo a los jóvenes perseguidos por sus acciones revolucionarias en tiempo de clandestinaje. Motivos más que suficientes para venerarla y para que alrededor suyo se haya tejido una leyenda.
Laureles y características que imprimen un sello especial a una urbe añeja y rejuvenecida, que ejerce cierto hechizo  entre sus nativos y en quienes la visitan, sobre todo, por la hospitalidad e idiosincrasia de su gente llana y sincera.
Fundada el 25 de julio de 1515 por el Adelantado Diego Velázquez, mucho se ha hablado y escrito de esta ciudad. Abundan los testimonio de  su vida, obra e historia como las famosas Crónicas a Santiago de Cuba,  de la autoría de Emilo Bacardí, su primer alcalde, que en una de sus más conocidas valoraciones la calificó de muy noble y leal.
Me enorgullece también esa otra frase  -casi célebre-  de rebelde ayer, hospitalaria hoy y heroica siempre, que la simboliza para todos los tiempos ante los ojos de Cuba y del mundo. Cada uno de los nacidos en esta tierra lo asume, además,  como un elogio a su persona.
A Santiago de Cuba y a sus pobladores los aprecian por la proverbial  hospitalidad. Ese sentimiento solidario  nació de la necesidad de servir, de ser útil a los demás;  no es una imposición ni una carga, es un don manifiesto que cada santiaguero lleva con orgullo descubierto.
Es una obra cimentada por los padres,  abuelos y bisabuelos de la generación que anda hoy por sus calles estrechas y empinadas.
Como la niña de los ojos se cuida esa virtud,  que tiene mucho de tradición y puede traducirse en ese buchito de café que el vecino te brinda a plena mañana o al atardecer, o el consejo que te piden  sobre la hija o el nieto que tuvo algún problema, con la confianza de que estás analizando un asunto en una verdadera familia.
Un ser jaranero y jovial, de espíritu emprendedor, alegre hasta en tiempos de adversidad y necesidades materiales, con el chiste a flor de piel para hacer de la vida un acontecimiento placentero y feliz, colaborador sin otra cosa a cambio que no sea la felicidad de servir: así es el santiaguero de pura cepa.
Esa estampa no estaría completa sin destacar el buen corazón que tiene en medio del pecho, su nobleza y altruismo, indicativo de la disposición a dar siempre a cambio del bienestar de sus congéneres, dejando huellas de amor por todas partes.

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