miércoles, 23 de noviembre de 2011

“El Fidel que yo conozco”

AÍDA QUINTERO DIP
He leído numerosos artículos que destacan la personalidad del líder histórico de la Revolución cubana, pero entre los que más me han conmovido está El Fidel que yo conozco, de Gabriel García Márquez, concebido desde la perspectiva de un amigo sincero, y a la manera profunda y hermosa que singulariza el estilo del Premio Nobel de Literatura.
Desde la mirada del afamado escritor colombiano, nuestro Fidel se revela más allá de los méritos históricos de haber hecho una Revolución más grande que nosotros mismos, en las propias narices del imperio más poderoso que se haya conocido, y mantenerla erguida, invicta por más de medio siglo, tras forjar una Patria nueva reconocida por sus valores de dignidad y soberanía nacionales.
Seguramente las virtudes que cautivaron a García Márquez son las mismas que aprehendieron a muchos, mas reseñadas desde los afectos y la admiración conquistan diferente dada “su devoción por las palabras, su poder de seducción, va a buscar los problemas donde están, los ímpetus de la inspiración son propios de su estilo, paciencia invencible, disciplina férrea, la fuerza de la imaginación lo arrastra hasta los imprevistos, el mayor estímulo de su vida es la emoción al riesgo, es el antidogmático por excelencia”.
En el revolucionario de primera línea en los acontecimientos más trascendentales de la nación en el siglo XX y XXI, sobresale la actitud ante la derrota porque “aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria”.
Otra cualidad: no hay un proyecto grandioso o pequeño, en el que no se empeñe con pasión infinita, especialmente si tiene que enfrentarse a la adversidad. “Nunca como entonces parece de mejor talante, de mejor humor. Alguien que cree conocerlo bien le dijo: ‘Las cosas deben andar muy mal porque usted está rozagante’”.
Según García Márquez, su más rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas, potestad que no la ejerce por iluminación, sino como resultado de un raciocinio arduo, tenaz, de análisis exhaustivos, tras la búsqueda de causas.
La tribuna de improvisador parece ser su medio ideal; comienza con voz casi inaudible pero va ganando terreno con su inteligencia, carisma, capacidad hasta que se apodera de la audiencia. “Es la inspiración: el estado de gracia irresistible y deslumbrante, que solo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo”.
Y es que cuando Fidel habla con la gente en plena calle, el diálogo recobra expresividad y la franqueza de los afectos más sentidos. Por eso lo llaman sencillamente Fidel, como un amigo cercano, un padre, un hermano. Lo abrazan, le reclaman, le plantean problemas, le discuten, en un intercambio sui géneris donde prevalece la verdad sin titubeos.
“Es entonces que se descubre al ser humano insólito, que el resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo conocer: Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”, asevera su amigo Gabriel García Márquez.
Por eso sueña con los pies sobre la tierra, por ejemplo, de que los científicos cubanos logren medicamentos salvadores, o la medicina final contra el cáncer, y ha creado una política exterior de potencia mundial, en una isla infinidad de veces más pequeña que su enemigo potencial, sin vulnerar un solo principio, con la dignidad y ética como bandera.
Así es sencillamente Fidel,  el primero en el combate, el primero en el ejemplo, que dejó de fumar para tener autoridad moral para luchar contra el tabaquismo, y con la convicción de que los estímulos morales, más que los materiales, son capaces de cambiar el mundo y empujar la historia.
Tal parece perpetua la energía y meridiana claridad del Fidel del yate Granma, el asalto al cuartel Moncada, de La Historia me absolverá y los días de la guerra en la Sierra Maestra, multiplicadas  hoy en una visión de  América Latina en el futuro, que es la misma que la de Simón Bolívar y José Martí, una comunidad integral y autónoma, capaz de alumbrar como el alba y mover el destino del mundo.
Siempre avizorando, previendo, defendiendo posiciones y principios. Es los Estados Unidos el país que más conoce después de Cuba, sabe a fondo la índole de su gente, sus estructuras de poder, las segundas intenciones de sus gobiernos, un arsenal que le ha ayudado a sortear la tempestad del criminal bloqueo económico, financiero y comercial contra nuestra soberana nación.
“Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quién esté, Fidel Castro está allí para ganar”, lo reafirma su entrañable amigo colombiano, quien “al verlo muy abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, le pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: pararme en una esquina”.
Ese es Fidel, que ha sacrificado su vida con placer por la felicidad de los demás, el que Cuba admira y quiere, y el mundo reconoce y respeta.

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