viernes, 17 de abril de 2015

Ado Sanz: Santiago llora




Reinaldo Cedeño
Lo veía ir y venir. Surcar la ciudad en dos ruedas. El saludo veloz. De la radio a las pantallas. De la pantalla a la radio. Emisora CMKC, Revista Santiago, un pase a la Revista de la Mañana. Y todavía más: una gala, un curso, un círculo de interés. No sé de qué estaba hecho, de dónde lo sacaron; pero la suya era una pasión irrefrenable. 
No olvidaré un instante en el mítico Cornito, en la tierra de El Cucalambé. Rodeado de amigos que no están. Con el filo de las palabras y la música; con el filo de los silencios, trazó Sandrita, la niña con alas, la historia de quien vino al mundo sin brazos. Dicen que la radio se escapa, que se va;  pero pudiera dibujar aquel documental ahora mismo. Pudiera darle tantos nombres. 
Acudí a él cuando propuse a la radio santiaguera, un pequeño programa: Cuerdas de mujer. Su breve tiempo, nada tuvo que ver con nosotros. Ado vistió mi idea con las suyas, sintonizó su espíritu. Guardo esas grabaciones, como se guardan las cosas queridas, junto a su respeto.  
Cuando en 2011, en el parque Céspedes, en el pecho mismo de la ciudad, recibí el Premio Cubadisco por las notas discográficas del álbum Veneración, Ado anunció aquel galardón. Nunca hubiera sido igual, sin su voz, sin su abrazo.   
Hizo de los estudios, su atalaya. Nos acostumbramos a verle ganar en cuanto festival participara. Ora como guionista, ora como director, o locutor. O lo que fuera. El premio era de Ado. Y lo sentíamos nuestro.  
Después de verle prendido a la máquina de escribir, a la computadora; después de verle conversar con famosos o  desconocidos; después de escuchar Supershow o Tridimensional, nadie se acordaba del ingeniero Ado Sanz Milá.  El comunicador lo había borrado.  
La vida le regaló páginas intensas. Otras, tuvo que arrancarlas. Su handicap era el pelo. Cuando querían subirle la parada, ya sabían el camino. 
Le vi sonriente junto a su otra mitad en la pantalla, Leticia Rodríguez. Tantas veces. Le vi demudado cuando anunció al país por la televisión, la huella inmisericorde del huracán Sandy. La ciudad tenía su rostro.  
Pudo caminar sobre las aguas, pudo volar; pero siguió subiendo y bajando las calles empinadas de su ciudad. Nunca desmayó. Nunca le faltaron palabras.  
Santiago lo llora.



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