Aída Quintero Dip
Desde hace unos
días quiero escribir estas líneas para profesar mi cariño y admiración al sorprendente
equipo de pelota de la Isla de la Juventud, que me hizo vivir jornadas inolvidables
por los juegazos que defendió como todo un consagrado en nuestro deporte
nacional.
El elenco ya
estaba haciendo historia al pelear con garras y estar entre los primeros
clasificados para los cuartos de finales, pero afianzó su clase y probabilidad de
llegar a la cima cuando fuera de todo pronóstico barrió con un encumbrado Industriales,
nada menos que en su feudo del Latinoamericano.
Me esperaba otra
hazaña en la que pocos habían pensado: ganar tres juegos seguidos en su estadio
de la Isla al poderoso e inspirado equipo de Matanzas, el que mejor jugó
durante todo el campeonato y que no quería ceder el primer lugar conquistado
durante casi toda la serie.
Feliz disfruté esos desafíos de un equipo que
no estaba entre los considerados cuatro grandes (Industriales, Pinar del Río,
Villa Clara y Santiago de Cuba), pero que ya se ganó este calificativo y se
engrandece ante los ojos de los amantes del béisbol, como también los otros tres
grandes de esta temporada: Matanza, Ciego de Ávila y Granma.
Sentí la alegría que
destilaban los peloteros en cada juego, el deseo de darlo todo en el terreno y
compartí con cada uno la felicidad de la victoria y de la clasificación para el
play off final.
Abracé desde mi
balance frente al televisor a Michel Enriquez, la proa insignia del velero pinero, a todos los atletas, a sus
parciales que lo apoyaron desde las gradas, desde cada casa y cada calle.
Disfrute los
batazos, los jonrones, los excelentes lances, el buen pitcheo de Aguilera y Héctor Mendoza,
en particular. Me parecía que estaban hechos para hacer ese juego de altura, de
consagrados, de bendecidos.
Agradecí los juegos que pelearon en extrainning con garras y con amor, una lección de los que
nunca ceden, de los que nunca se rinden.
Lo dijo su director, José Luis Rodríguez
Pantoja, gane quien gane, si lo hacemos
bien, si la gente nos disfruta, no habremos defraudado y nos recordarán, más
que por ser campeones, por no cejar en el intento.
Ese espíritu, esa fuerza, los hace casi
invencibles.
Ahora estoy en dos aguas, o entre dos fuegos
más bien, porque también admiro al
equipo de Ciego de Ávila, un elenco completo, que ya ha saboreado el oro de los
campeones, que se privilegia de su excelente pitcheo, impecable defensa y de
muy buenos bateadores.
Simpatizo mucho
con Roger Machado, su manager, a quien deseé que sus pupilos le regalaran por
su cumpleaños la clasificación y así fue. La felicidad que inundó ese 31 de
marzo al estadio José Ramón Cepero, llegó hasta mí.
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