Qué decir de las
palmas que baten su penacho libre al viento, en un vaivén que provoca una sana
envidia.
En Cuba conviven
unas 90 especies y una de ellas- la palma corcho- está considerada un fósil
viviente. Resultan muy profusas en la geografía insular, elegantes y con
múltiples usos. No por gusto es el Árbol Nacional y una palma real aparece en
el escudo patrio.
A lo largo del país
desde el Cabo San Antonio, su extremo más occidental, hasta el más oriental, la
punta de Maisí, se van viendo en grupos, parejas o aisladas. Tienen la
peculiaridad de vivir en diversidad de ecosistemas, de ahí que se les pueda
encontrar insertada en varios tipos de bosques y en las sabanas también.
Constituyen, sin
lugar a dudas, el sello más característico del paisaje en países que, como el
nuestro, se encuentran situados al norte y sur del Ecuador, entre los Trópicos
de Cáncer (por el norte) y de Capricornio (por el sur). Muy contados son las
especímenes que se extienden más allá de esos límites, según afirman los
expertos.
Las he admirado en
mis andanzas por la campiña cubana, un trozo de la cual me las recuerda siempre
en una jarra de adorno, ilustrada con una imagen salida de la excelencia del
pincel de Esteban Chartrand. El admirado
souvenir ocupa un espacio en mi mesa de trabajo, muy cerca de la inseparable
computadora.
Sus hojas sirven
para dar sombra al tabaco y techar las viviendas, el tronco proporciona tablas
para casas y muebles, la parte ancha de las hojas (yaguas) se utiliza para
envasar el tabaco en rama y de sus frutos
-llamados palmiche- se alimentan los animales, entre ellos los cerdos.
Dentro de sus
cualidades se mezclan lo utilitario con
la hidalguía de su presencia y por ello constituyen un símbolo de auténtica
cubanía.
Las palmas fueron
testigos de los combates de los mambises en las guerras del 1868 y 1895 y de la
epopeya más reciente del Ejército Rebelde; y todavía aún hoy -y por siempre- forman parte de las bellezas
del paisaje antillano.
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