Gretchen Gómez González
Hay muchos modos de
recibir un año nuevo, y uno muy original fue aquel de 1959 en que la alegría,
la rebeldía y la expectativa de un pueblo se mezcló y estremeció a la ciudad de
Santiago de Cuba.
En la noche del
Primero de Enero desde esta urbe, proclamada capital provisional de la
República, los que habían estado todos los días en peligro de dar la vida por
su Patria, en una ciudad protagonista de heroicos combates que cobraron la
existencia de muchos sus mejores hijo,
sus pobladores en nombre de los
que cayeron por ese sueño de siglos, hicieron ondear por primera vez libre y
soberana la Bandera cubana.
La Revolución
empieza ahora, no será tarea fácil, alertaba el máximo líder de la triunfante
epopeya, Fidel Castro, desde el balcón del Ayuntamiento de la heroica ciudad,
tras una ardua lucha reiniciada con el asalto a los Cuarteles Moncada y Carlos
Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953, y el desembarco del Yate Granma, el
dos de diciembre de 1956.
Muchos
santiagueros, especialmente, guardan un pedazo de la rica historia vivida
aquellos memorables días en que comenzó un año nuevo diferente, y a los proyectos propios de esa fecha se
sumaron otros vinculados a los anhelos
de una nación redimida.
Gilberto Oliva
Aguillón y sus compañeros de la Fábrica de Cemento tuvieron el día dos, la
primera fiesta de ese fin de año, después que desviaran su transporte hacia el
Parque Céspedes, escucharan a Fidel
entre los constantes aplausos, y se integraran al jolgorio con la bocina del
camión y los vítores.
Francisco Borja
Fernández, miembro del Movimiento 26 de Julio (M 26-7) en la urbe santiaguera,
recuerda que despidió la Caravana de la Libertad desde el antiguo Cuartel Moncada como muchos que hasta La Habana
saludaron con risas, llantos y banderas, a la tropa verde olivo, los nuevos
héroes del pueblo.
Ana Carbonell se
sentía tan feliz que no atinó a otra cosa que coser retazos de telas roja y
negra, pegarles las letras del M-26-7, y
convertidos en una bandera, montarla en un palo y salir para las calles a
contagiar a la gente con su gran alegría por la victoria.
Cada cual festejaba
a su manera.
José Acosta Navarro
celebró la salvación de su hermano luchador clandestino que sería fusilado ese
enero, y de inmediato partió a tomar los clubes nocturnos para que no
estuvieran más divididos por razas, a la vez que pensaba en cómo reabrir la
Fábrica de Tabacos y sanear el sindicato que dirigiría luego.
Abundaban los
testimonios estremecedores como el de Erada, madre de Esteban Manso, víctima de
la crueldad de la tiranía de Fulgencio Batista. Ella no solo cumplió el sueño
de su pupilo al tomar junto a los rebeldes, fusil en mano, el poblado de Palma
Soriano, sino que más tarde colaboró en la reorganización de los servicios
públicos y de la nueva República.
Sonia Franco
García, quien apenas pudo dormir de la tensión en esas jornadas, y fue de las
que tomó el Ayuntamiento de la oriental localidad, cuenta que comenzó nuevamente sus clases de
Periodismo y fraguó aún más los ideales revolucionarios que la llevarían a
pelear luego por la independencia de la República de Angola.
Entre los más de
cinco mil militares del Ejército batistiano que mantuvieron en vilo a la
ciudad, muchos se sumaron a la causa del
pueblo, entre ellos el teniente Pedro Sarría Tartabull, que había salvado a
Fidel en 1953, mientras los asesinos fueron a juicio revolucionario y los
condenaron a pena de muerte por
fusilamiento.
Manifestaciones de
solidaridad empezaron a suscitarse desde varias naciones del mundo que veían en
Cuba un nuevo faro de libertad.
Continuaron las
campañas difamatorias, la resistencia y los ataques de los enemigos de la
Revolución dentro y fuera del país, pero no pudieron con la convicción del
pueblo de defender su Revolución, el mismo que repetía a toda voz: Gracias
Fidel.
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