jueves, 30 de julio de 2015

Frank: el novio eterno de Santiago



Leydis Tassé Magaña
Cuando el 30 de julio de 1957 América Domitro, acompañada de su amiga Graciela Aguiar, buscaba algunas prendas para su ajuar de boda, no sospechaba la joven que ese día 22 balazos a su amado Frank País, a sangre fría, harían truncos ese sueño.
Hasta que no escuchó la noticia en la emisora CMKC, no imaginaba Doña Rosario que esos tiros habían detenido al niño que llevó nueve meses en su vientre, el pequeño que pese a la humildad con la que fue criado en San Bartolomé, decía ser rico porque tenía a Dios y a la Patria en el alma. 
Esbirros dieron fin a la vida de aquel santiaguero de solo 22 años. Estaban sedientos de sangre revolucionaria que saciaron con Frank y Raúl Pujol.
El teniente coronel José María Salas Cañizares y sus secuaces fueron los monstruos que asesinaron aquella inteligencia, carácter e integridad, como aludiera en la jornada siguiente el líder histórico de la Revolución cubana, Fidel Castro, desde la Sierra Maestra en emotiva carta, al conocer los sucesos.
La delación de quien había sido uno de los compañeros de Frank en la Escuela Normal para Maestros, devino catalizador de la anhelada masacre de los tiranos, esta vez consumada en el Callejón del Muro, donde fueron cercados, salvajemente golpeados y finalmente ultimados.
Quién sabe en quién pensó Frank por última vez cuando vio a Sala Cañizares sacar la ametralladora. Quizás en la novia que imaginó como madre de sus hijos; en el Dios que le enseñaron a amar en la Primera Iglesia Bautista; en su progenitora; en Fidel; en la Sierra; tal vez en Cuba.
Indescifrable misterio, resulta lamentable como unos trozos de acero pueden mutilar, en cuestión de segundos, los más bellos sueños.
Sobre la acera quedó Frank, con los brazos en cruz y como un libro abierto -cual sentenciara el poeta-, un libro que leyó toda la multitud que acudió al velorio en la casa de América Domitro, en Heredia y Clarín, y que luego en una gran peregrinación acudió al cementerio Santa Ifigenia.
A solo un mes de haber perdido también a su hijo Josué, estremece la firmeza de Doña Rosario, quien ante las sugerencias de los conocidos de Frank de tapar el féretro, se negó y dijo: “Yo quiero que mi hijo vea el pueblo que lo sigue”.
Y así fue... más de 20 cuadras abarcó la compacta multitud, de todas las clases sociales, razas, edad, credos y filiación política en un Santiago que aquel día olió a flores desmenuzadas en pétalos que caían de los balcones.
Un mar de sentimientos dejó la muerte de Frank, quien alguna vez fuera David o Salvador, el niño amante del piano, el joven que en una ocasión le confesó a su novia que su rival tenía una falda de listas azules y blancas, el corpiño rojo y sobre su cabeza un gorro frigio con una estrella blanca.
Cuando América Domitro buscaba su ajuar de boda aquel 30 de julio no sospechaba que Frank ya no sería más su prometido, sino que se convertiría en el novio eterno de toda una Isla, mediante un pacto sellado con sangre.
Tal vez las últimas palabras del joven fueron: Te amo, América.
Quizás en el Callejón del Muro se oyó decir, en un susurro: Te amo, Santiago; Te amo, Cuba.


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