Leydis Tassé
Magaña
Cuando el 30 de julio de 1957 América Domitro, acompañada de su amiga
Graciela Aguiar, buscaba algunas prendas para su ajuar de boda, no sospechaba
la joven que ese día 22 balazos a su amado Frank País, a sangre fría, harían
truncos ese sueño.
Hasta que no escuchó la noticia en la emisora CMKC, no imaginaba Doña
Rosario que esos tiros habían detenido al niño que llevó nueve meses en su
vientre, el pequeño que pese a la humildad con la que fue criado en San
Bartolomé, decía ser rico porque tenía a Dios y a la Patria en el alma.
Esbirros dieron fin a la vida de aquel santiaguero de solo 22 años. Estaban sedientos de sangre revolucionaria que saciaron con Frank y Raúl Pujol.
Esbirros dieron fin a la vida de aquel santiaguero de solo 22 años. Estaban sedientos de sangre revolucionaria que saciaron con Frank y Raúl Pujol.
El teniente coronel José María Salas Cañizares y sus secuaces fueron los
monstruos que asesinaron aquella inteligencia, carácter e integridad, como
aludiera en la jornada siguiente el líder histórico de la Revolución cubana,
Fidel Castro, desde la Sierra Maestra en emotiva carta, al conocer los sucesos.
La delación de quien había sido uno de los compañeros de Frank en la
Escuela Normal para Maestros, devino catalizador de la anhelada masacre de los
tiranos, esta vez consumada en el Callejón del Muro, donde fueron cercados,
salvajemente golpeados y finalmente ultimados.
Quién sabe en quién pensó Frank por última vez cuando vio a Sala Cañizares
sacar la ametralladora. Quizás en la novia que imaginó como madre de sus hijos;
en el Dios que le enseñaron a amar en la Primera Iglesia Bautista; en su
progenitora; en Fidel; en la Sierra; tal vez en Cuba.
Indescifrable misterio, resulta lamentable como unos trozos de acero pueden
mutilar, en cuestión de segundos, los más bellos sueños.
Sobre la acera quedó Frank, con los brazos en cruz y como un libro abierto
-cual sentenciara el poeta-, un libro que leyó toda la multitud que acudió al
velorio en la casa de América Domitro, en Heredia y Clarín, y que luego en una gran
peregrinación acudió al cementerio Santa Ifigenia.
A solo un mes de haber perdido también a su hijo Josué, estremece la
firmeza de Doña Rosario, quien ante las sugerencias de los conocidos de Frank
de tapar el féretro, se negó y dijo: “Yo quiero que mi hijo vea el pueblo que
lo sigue”.
Y así fue... más de 20 cuadras abarcó la compacta multitud, de todas las
clases sociales, razas, edad, credos y filiación política en un Santiago que
aquel día olió a flores desmenuzadas en pétalos que caían de los balcones.
Un mar de sentimientos dejó la muerte de Frank, quien alguna vez fuera
David o Salvador, el niño amante del piano, el joven que en una ocasión le
confesó a su novia que su rival tenía una falda de listas azules y blancas, el
corpiño rojo y sobre su cabeza un gorro frigio con una estrella blanca.
Cuando América Domitro buscaba su ajuar de boda aquel 30 de julio no sospechaba que Frank ya no sería más su prometido, sino que se convertiría en el novio eterno de toda una Isla, mediante un pacto sellado con sangre.
Cuando América Domitro buscaba su ajuar de boda aquel 30 de julio no sospechaba que Frank ya no sería más su prometido, sino que se convertiría en el novio eterno de toda una Isla, mediante un pacto sellado con sangre.
Tal vez las últimas palabras del joven fueron: Te amo, América.
Quizás en el Callejón del Muro se oyó decir, en un susurro: Te amo,
Santiago; Te amo, Cuba.
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