Aída Quintero Dip
Todos tuvimos alguna vez un
maestro o maestra inolvidable, a quien evocamos
con cariño más allá del tiempo y la distancia;
ese ser noble y paciente, pleno de saberes, que nos enseñó letras,
números, oraciones, conceptos, pero también nos dio amor, nos educó y aportó
enseñanzas para toda la vida.
Ernestina se llamaba la mía,
ya no está entre nosotros, pero ocupa un lugar privilegiado en mi corazón. Era profesora
de Inglés en la secundaria básica, una asignatura difícil para mí en aquella
época, mas ella le ponía tanta pasión a cada clase que me encantaba oírla y
deseada con ansias que llegara su turno en el aula para aprender de su
sabiduría, en el sentido más amplio del término, porque tributaba junto al
conocimiento, alegría, amor, generosidad, en fin valores...
A Ernestina y a otros tantos
maestros, maestras, profesores, pedagogos que abrazaron el magisterio por
amor y
vocación, y hasta a quienes lo asumieron por necesidad y también sembraron;
seguramente dedicó José de la Luz
y Caballero su célebre frase: “Enseñar puede cualquiera, educar solo quien sea
un evangelio vivo”.
Mis hijos Celia y Félix
también tuvieron su Ernestina inolvidable, su evangelio vivo; el mejor maestro o
maestra a quien colocaron más allá de un pedestal en su propio corazón, en la primera edad en que cada concepto se
hace imprescindible para la vida, o en la adolescencia y en la juventud cuando
precisan igualmente cimentarse y fomentarse.
Celia, ya graduada
universitaria, siempre me habla con un
respeto y admiración infinitos de Josefina, su profesora predilecta en la
carrera de Derecho de la
Universidad de Oriente, donde sobresalía por su erudición y
su ternura; fue confesora, guía, madre y con peculiar dulzura la convocó al desafío
cognoscitivo para convertir la cultura jurídica en parte indisoluble de la
sociedad cubana.
Mi homenaje sincero a todos
los docentes cubanos, extensivo con especial cariño a los que dieron el paso al
frente para que Cuba
se declarara Territorio Libre de Analfabetismo en América, el 22 de diciembre
de 1961, fecha escogida para celebrar el Día del Educador; y a los que hoy
andan fuera de fronteras enseñando con la aplicación del programa Yo sí puedo en naciones hermanas.
Un reconocimiento muy exclusivo
a todos los que me educaron, a quienes lo hicieron con mis hijos, a los que en
estos días de merecido tributo han sido congratulados con premios y medallas
para reverenciar la valía de su obra.
A mis tres hermanas, Hilda
con más de 30 años escribiendo una linda historia en la Pedagogía en Química con
infinidad de alumnos que la honran hoy en disímiles profesiones y tareas; a
Irma, profesora de Cultura Física que hace lo mismo desde una secundaria básica,
y Miriam, la pediatra, que ejerce,
además, la docencia en la formación de
nuevos médicos y médicas.
Este Día del Educador
permite apreciar la colosal obra educacional que atesora la Revolución cubana, la cual constituye
una de nuestras principales conquistas. Las transformaciones que se acometen en
el sector retoman hoy caminos ya transitados y otras emprenden nuevos
senderos, que profundizan y agudizan la mirada para elevar la calidad del
proceso educativo, como propósito esencial de una Revolución muy celosa en la
formación de sus hijos.